domingo, 17 de febrero de 2008

SALUD MONTOTO. MI MUJER DE OJOS GRANDES

Gracias a todas, siento vuestro calorcito, lo noto en medio de este frío que me recorre por dentro.

Algunas habréis pasado por esto, mi madre está muy malita, así que sabréis cómo me siento, perdida en un bosque, haciéndome a la idea de vivir sin aquélla que me iba dejando las piedritas para que encontrara mi camino y de que debo guiarme por las estrellas para seguir. Y eso lleva su tiempo y sus lágrimas, hasta que este corazón aprenda a vivir con la certeza de que aquella que me ha acompañado, respetado y querido siempre, hiciese lo que hiciese, se convierta en recuerdo. Quisiera volver a ser una niña, de las que creen que existen los cuentos de hadas, para tener por lo menos el consuelo de pensar que mi padre la estará esperando, sentado con los pies colgando de una nube, para enseñarle el sitio perfecto donde plantar juntos el caballete, y que volverán a ser aquellos jóvenes y guapos que se encontraron en el patio de la facultad y que supieron que estaban hechos el uno para el otro. Y que serán felices y comerán perdices...

Quiero permitirme la licencia, como blogmaster de este Universo de Hoy Libro, de dedicarle a ella una entrada, como la Mujer de Ojos Grandes que es para mí. Se lo debo, y sé que comprenderéis y me perdonaréis que igual que he compartido muchas risas con vosotras también comparta mi pena.

Como mis neuronas no dan para más, utilizaré algunas de las que le dedicó otra de nuestras blogueras, Pili Lebe, o sea, Pilar Lebeña Manzanal, en la biografía que hizo de mi padre "Miguel Pérez Aguilera, el pintor de los silencios".

Salud Montoto de Flores

No seas tonta, si quieres entrar en Bellas Artes no tienes más que hacer el examen de ingreso y ya está —la animaba su amiga Lolita Alarcón.
Sí, pero no era tan fácil. Ella había soñado con ser periodista, con pintar, pero sentía que ya no tenía edad para esas cosas. Lo de querer ser periodista había sido, muy probablemente, por el ambiente en el que se crió. Su padre, José Montoto González de la Hoyuela, director de El Correo de Andalucía durante más de treinta años, la enorme casa de la calle Albareda con aquel mosaico enorme del Cardenal Spínola, fundador del periódico, controlando tus pasos. La redacción en la planta baja y la vivienda en la primera.
—Don José, ¿puede bajar que tenemos un problema?
—Don José, que dice el Cardenal Segura que hay que incluir esto.
Así siempre. Como si la redacción y la vivienda fueran una misma cosa.
La vida en el periódico era estupenda. Correteando por la redacción, hablando siempre con los redactores. Redactores que lo mismo entraban en casa los lunes, viernes o domingos pues los problemas, las consultas y las dudas no entendían de días de la semana. Los domingos, lunes o viernes bajando los hermanos a la planta baja a jugar con las letras inservibles de plomo que caían de la linotipia.
Ella también quería escribir textos de mayor.
Quería ser periodista pero no pudo ser.
Le gustaba pintar pero le parecía que ya era demasiado tarde.
Hubiera querido ir a la Universidad pero no pasó del colegio de monjas. Ellas eran niñas bien que no tenían que aspirar más que a ser señoritas casaderas. Sólo sus hermanos estudiarían. Habría abogados del Estado, jueces… Ellas eran niñas de su casa, de una casa donde no tenían que mover un dedo. Para eso estaba Rafaela, Isabel la cocinera, Encarna la planchadora… Chicas de servicio que fueron siempre parte de la familia. Que vieron nacer y crecer a aquella prole de diez hermanos.
Quería entrar en Bellas Artes pero no quería hacer el examen de ingreso. No había estudiado el bachillerato. ¿Y si lo suspendía?
—Se puede ser alumno libre. Venga, anímate —insistía su amiga.
Sí, pero no es tan fácil. Pasaba ya de los treinta. Y era muy tímida.
—Venga, no seas tonta mujer. Yo voy contigo. Nos vamos a Casa Carreras, compramos la caja de pinturas y punto.
Entraron en un mundo con un ambiente muy diverso. Niñas bien que iban a Bellas Artes con coche propio o chófer como Teresa Duclós o Carmen Laffón, ya terminando la carrera. Esperanza Rojas Marcos. Alumnos becados de extracción humilde. Clase media. Curas, monjas. Allí había de todo.

Estaba en primero y ya escuchaba a sus compañeros hablar de él.
—Ya verás cuando llegues a su clase.
—Espera que llegues a la clase de Pérez Aguilera, ya verás lo que vas a aprender.
Siempre la misma cantinela colada en las conversaciones.
Cuando al año siguiente llegó, por fin, a la clase de Aguilera se dio cuenta de lo que querían decir los que le habían hablado de él.
—Por favor, ustedes dos. ¿Pueden guardar silencio y trabajar?
Apenas se habían dicho algo su amiga Esperanza Rojas Marcos y ella, protegidas tras los tableros, pero el profesor no soportaba ni el zumbido de una mosca. Y a ella le encantaron sus clases. Su extraordinaria forma de enseñar, su pasión, su concentración, que hacías tuya. Su dedicación a los alumnos. Los corrillos en los descansos de los modelos. Don Miguel hablando sin parar. Apasionado. Los alumnos bombardeándole a preguntas. Salud oyó hablar en aquellos corrillos por primera vez en su vida de la pintura que se hacía en Europa, del Modernismo, del Impresionismo.
—Nos vamos a Madrid a ver una exposición de Kandinsky —les decía Miguel.
Y se iban a Madrid, a París, a Bruselas o a Italia; a donde fuera con tal de empaparse de pintura, de arte. De cultura.
Descubrió, no sólo lo buen profesor que era, sino también, lo pirradas que andaban las chicas por él. Les gustaba de don Miguel su timidez, su actitud rebelde, su planta, su soltería, su posición de catedrático, sus ojos azules.
Suspiraban por don Miguel y no todas en silencio.
—Dicen que tiene novia —decía una.
—Bueno, ha tenido varias que me lo han dicho —decía otra.
A ella no le importaba. No se fijaba porque andaba enamoradilla de un chico que la traía de cabeza. Ella era libre. No quería compromisos. Iba a Madrid, salía, entraba. Organizaba guateques estupendos en el cortijo que la familia tenía en Lora del Río. Se había sacado el carnet de conducir —una de las primeras mujeres en la ciudad en hacer tal cosa—, conducía su flamante seiscientos verde jabón, como ella lo llamaba. Él, un chico de familia bien, que la llevaba en moto. Vividor, mujeriego, vital, alegre, guapo, juerguista. Le decía que la quería y ella sabía que no era verdad. Tampoco le importaba demasiado. Había salido de una relación con un novio pesado, celoso y madrero. Y, a fin de cuentas, tenía claro que quería ser una mujer independiente, libre. No casarse nunca ni tener hijos, no fuera a sucederle lo mismo que a su madre y los dejara huérfanos.
Su madre, tan elegante, tan exageradamente cristiana. Cuando iban a la casa de Lora del Río se sentaba en una mecedora que habitaba discreta en el patio de columnas que seguía al zaguán e iba llamando hijo por hijo para rezar el rosario. Siempre se empezaba tarde por culpa de Jesús que era el sempiterno tardón. Cuando estaba a punto de morir les hizo prometer que no dejarían nunca de rezar el rosario.
Su desaparición la llevó a una orfandad que aún coletea reciclada en una especie de vacío que provoca congoja cuando la recuerda. Una soledad vestida de luto que acentuó aún más su ya profunda timidez, y una melancolía innata que intentó aliviar en los muchos cuadernos donde dibujó todo lo que pudo para aliviar ausencias.
Era una adolescente de dieciocho años marcada de por vida por la muerte de su madre que nunca volvería a rezar el rosario pues hacerlo sola le resultaba una pesadez.
Un día, saliendo de la Escuela, el muchacho del que anda enamorada, la estaba esperando en su moto.
—¿Es ese el profesor del que tanto hablan? —le preguntó mirando hacia la puerta de la salida de la Escuela.
—Sí.
—Tiene percha de profesor.
—Es el profesor.
Rubin de Celis, compañero de clase y amigo le comentó:
—Salud, el otro día cuando acabó la clase me preguntó don Miguel quién eras.
La mojigatería propia de la época. ¿Que querrá?. ¿Por qué preguntará por mí?. ¿Pero no dicen que tiene novia?
Salud.

El hombre también vive de satisfacciones.
Llevó a sus alumnos de viaje a Granada. ¡Qué paliza les dio!. No paraba de hablar, de explicarles cosas. Anécdotas. Historias. Incansable. Pintura, pintura y más pintura. No era el profesor serio y estricto del aula. Era distendido, alegre, parlanchín. Era, también, alto, delgado, pasados los cuarenta pero no parecía mayor. Ojos azules. Tenía percha de poeta, pensó Salud. ¡Y cómo se parecía a Amadeo Nazzari, el actor italiano de moda!
El Albaicín, la Alhambra. ¿Estaba empezando a gustarle don Miguel?. Y él hablando sin parar; explicándoles todo; llevándolos de un lado para otro. Sin pausa, como si no se cansara nunca. El Sacromonte, el paseo por el Darro… Inagotable.
¡Qué agradable era!
Sí. Amadeo Nazzari y don Miguel se parecían definitivamente una barbaridad.
Don Miguel empezó a invitarla de tanto en tanto a tomar café. Ella le ofrecía su seiscientos verde jabón para llevarle a Artes y Oficios donde daba clases de mosaico de ocho a diez de la noche. Ella también era alumna de aquella clase de don Miguel y estaba encantada de llevarle siempre que él lo deseara.
—Don Miguel, para mí no es ningún problema acercarle a la calle Zaragoza, que yo voy de camino, ¿sabe?
—Gracias, Evaristo Muñoz también me ha ofrecido su moto.
—Bueno, bueno, pero el día que usted quiera me lo dice y yo lo llevo; no me cuesta ningún trabajo, de verdad. Pero me lo dice usted, ¿eh?, que yo ya se lo he ofrecido.
Miguel a veces iba con su alumno Evaristo Muñoz en la moto, otras con Salud, que aparcaba su coche en cualquier lugar; no eran tiempos aquellos de atascos y embotellamientos. Caminaban hasta el Britz, tomaban un cafelito y después se dirigían a la clase de mosaico.

Miguel veía cómo pasaba el tiempo y no formaba una familia.
Y no es porque no lo intentara. Aquí en Sevilla tuve dos o tres novias pero no cuajó ninguna relación. Me pedían más de lo que yo podía ofrecerles. Hasta que apareció Salud. Era muy agradable, muy simpática, muy dulce y charlábamos mucho de muchas cosas.
Don Miguel era muy agradable pero ella no tenía ganas de tener nada serio con nadie. Vivía estupendamente así. Se lo pasaba de lo lindo con su grupito de amigos, sus guateques, sus idas y venidas. Su libertad. Sin compromisos de ningún tipo, no fuera a pasarle lo que a su madre.
—Don Miguel, cuando usted quiera lo llevo en coche a Artes y Oficios.
Se hicieron novios en el cine viendo la película Vértigo, de Alfred Hitchock. Era febrero de 1961 y se casaron en septiembre de ese mismo año. Salud dejó la Escuela para evitar comentarios.
—Tampoco era muy buena alumna, la verdad.
—Eso no es cierto, Salud. Eras buena pero poco vocacional.
—Pues yo digo que era sólo regular.
Novios formales y siempre con el horroroso «don» a cuestas que no conseguía quitarse de encima. Iba a abrir la boca y se le escapaba lo de don Miguel y a Miguel, que nunca le había gustado eso del «don» no sabía qué hacer para que Salud le llamara simplemente por su nombre. ¡El trabajito que costó!
Si no llega a ser por una señora que afirmó haber asistido a su bautizo no se casa. La partida de nacimiento de Miguel no aparecía por ningún lado. La parroquia de Santa María había ardido durante la guerra, desapareciendo todos sus archivos. ¡Cuántas vueltas por Linares buscando a alguien que le solucionara el problema!. Hasta al Arzobispado fue a protestar.
—De ustedes será la culpa si no me caso, que lo sepan.
Y cuando ya se había solucionado ese problema, Miguel casi no llega a la ceremonia porque estuvo pintando desde temprano por la mañana.
Salud tardó casi un año en quitarse el odiado «don» de encima.
Miguel pensó que había desterrado la soledad.
Tomaron un autobús y se fueron de viaje de novios a Portugal.
El hombre también vive de satisfacciones.

Septiembre se convirtió en un mes fetiche para ellos. En septiembre se casaron y en otros septiembres Salud se quedó embarazada de sus dos hijas. Cuando nació la primera, fue una felicidad absoluta. A las diez de la mañana, en el paritorio de la clínica que daba a un corralón con árboles, mientras Cristina nacía, se oía el jolgorio de unos pájaros cantando. Cuando llevaron a Salud a la habitación, el recién estrenado padre le había colocado encima de la mesilla un ramito de jazmín.

3 comentarios:

Marga dijo...

Siento que estés pasando por este momento tan duro, Cristina, y te agradezco que lo compartas con nosotras. Me gustaría poder descargarte un poco de ese dolor que sientes. Eres afortunada por haber compartido tu vida con una mujer como tu madre. No te sientas sola, ella te deja una caja muy grande llena de recuerdos, alegrías, encuentros y desencuentros....ábrela cada día y disfrútala.

Anónimo dijo...

Una mujer de ojos grandes se va apagando como una velita ,pero a las que tenemos la inmensa suerte de haber sido bendecidas con la gracia de tu amistad nos ha dejado el regalo de otra maravillosa mujer de ojos supergrandes. Se que tu dolor es inmenso pero aprenderás a vivir con él, el tiempo no cura pero ayuda a seguir viviendo sin aquellos que han guiado nuestros pasos. Desde lo más profundo de mi corazón te envío todo mi cariño.

Pilar dijo...

Miguel. Salud. Les quise. Les quiero, porque el amor no muere jamás.Te quiero. Si te ayuda, te quiero. Si la ofandad que ya sientes sin que aún se haya ido se puede amortiguar de algún modo, que sepas que te quiero.