jueves, 29 de mayo de 2008
POR QUÉ LAS MUJERES GOBIERNAN EL MUNDO
Publicado por Cristina en 13:23 6 comentarios
miércoles, 28 de mayo de 2008
OPINIONES SOBRE POMPONIO FLATO
RESULTADO DE LA ENCUESTA EN EL BLOG
Total votos: 10
Muy bueno: 3
Bueno: 3
Regular: 4
Malo: 0
La opinión ha sido unánime, en mayor o menor grado a todas nos ha gustado, nos hemos divertido con su lectura y creemos que la trama está muy bien construida alrededor de la base histórica, y para mí una de las novedades es que utiliza a unos personajes "sagrados" hasta ahora en la literatura, que son tratados de forma jocosa sin llegar a ser ofensivo (también es verdad que entre nuestra concurrida mesa no hay ninguna que sea excesivamente religiosa, más bien abundan las pecadoras..., no sabemos que opinará Rouco Varela).
El vocabulario es muy rico, y juega con las palabras de una forma magistral, aunque se trate de un libro "ligero", un "divertimento", se nota al leer la diferencia entre la manera de hablar del romano, del griego, de los judíos... construyendo las frases con un lenguaje diferente para cada uno de ellos, lo que demuestra que el autor es una persona culta, que conoce la historia y se nota que domina varios idiomas. No sé si fue Rocío o Pililebe la que contó que Eduardo Mendoza lee los libros clásicos sin traducir.
Una de las cosas que más ha llamado la atención son los nombres de los protagonistas, que reflejan su fina ironía: Pomponio Flato (el de la diarrea permanente), Apio Pulcro (el tribuno corrupto), Quadrato (el soldado romano fuerte como un toro), Ben Hur (el que disfrutaba con las carreras de cuádrigas)…
Y todas hemos sacado muchas frases que nos parecen muy divertidas, como la que le dice el Niño Jesús a Pomponio: "yo ya tengo un padre. Y otro putativo, no me hace falta un tercero..." , o cuando San José está haciendo planes para su familia tras su crucifixión y dice: "pueden obtener algún dinero traspasando el taller. Y seguro que el Dios Padre y el Espíritu Santo les echarán la mano si hace falta".
A Marga le ha gustado, le parece que no tiene pretensiones literarias y que es un poco irreverente pero no cree que llegue a molestar a nadie. También habla en nombre de nuestra María Norte, que ha efectuado su veredicto minutos antes por la "telefonicus lineum", también a ella le ha gustado y ha escuchado que Mendoza ha dicho en una entrevista que lo ha escrito como una gamberrada, coincidiendo con él.
Adela dice que en un principio le pareció absurdo y que incluso pensó en dejarlo, pero que luego le gustó, aunque le ha parecido “un libro más”.
Ángela coincide con Adela y tampoco le gustó el principio, aunque le parece muy divertido cree que otros libros de Mendoza son mejores.
A María del Mar le parece entretenido, sin buscar más, le han gustado los guiños que hace a la religión, y le hizo gracia que ya existiera la especulación en esos años.
Apio Pulcro el Julián Muñoz de Nazaret ¡qué escena!.
Maria de la Ó cree que es entretenido, no cree que sea buenísimo y además piensa que no hay fidelidad religiosa, que mete la pata en algunos datos.
Pililebe reconoce que no había leído nada de Mendoza, pero nos lee una entrevista en la que dice que lo ha hecho principalmente para divertirse, dice que se nota que el autor es muy inteligente, muy culto y con un sentido del humor muy sutil. Coincide en que le recuerda la película de la Vida de Bryan, de Monty Phyton.
A Rocío le ha encantado y divertido, también cree que es un escritor muy inteligente. Cree que no hay que buscar trascendencia literaria, porque hay tiempo para leer de todo, igual que se ven películas de muy diferentes categorías, sin comparar unas con otras. Los personajes le inspiran ternura, lástima.
Pepa cree que utiliza un lenguaje muy variado, unas veces culto, otras vulgar. Le ha gustado.
María Sur cree que es entretenido, está de acuerdo con que se ve la inteligencia del autor, le han llamado mucho la atención los nombres de los personajes, cree que son de mucha agudeza.
Cristina reconoce que es una fiel lectora de Mendoza, pero que el último le decepcionó, y con este se ha quitado la espinita. Cree que juega magistralmente con las palabras, que es muy divertido y que representa imágenes que todos tenemos asociadas con la iconografía religiosa, como cuando la Virgen se queda ensimismada con una azucena en la mano, o cuando dice "según ellos, tres cruces en lo alto de un cerro es una imagen muy bien compuesta".
Ángeles dice que le ha hecho reír a carcajadas, y que para ella, eso ya merece un premio. Le encantó el párrafo donde Quadrato dice que como no tiene dinero para irse de putas se masturba leyendo la Guerra de las Galias.
Publicado por Cristina en 20:40 1 comentarios
PROPUESTAS DE LIBRO PARA JUNIO
MARÍA NORTE, representada por su fiel hermana, Marga, recomienda:
Un padre se aferra a sus rutinas y aficiones, como cuidar los peces, para sobrellevar el trastorno de una hija hospitalizada e inválida; un matrimonio acaba fastidiado por el hostigamiento de los fanáticos contra un vecino y esperan que éste se decida a marcharse; un hombre hace todo lo posible para que no lo señalen, y vive aterrado porque todos le dan la espalda; una mujer decide irse con sus hijos sin entender por qué la acosan. Es difícil empezar a leer las historias en principio modestas, de una engañosa sencillez, y no sentirse conmovido, sacudido –a veces, indignado– por la verdad humana con que están hechas, una materia extremadamente dolorosa para tantas y tantas víctimas del crimen basado en la excusa política, pero que sólo un narrador excepcional como Aramburu logra contar de manera verídica y creíble. La variedad y originalidad de los narradores y de los enfoques, la riqueza de los personajes y sus diferentes vivencias logran componer, a modo de novela coral, un cuadro imborrable de los años de plomo y sangre que se han vivido en Euskadi.
En plena II Guerra Mundial, la pequeña Liesel hallará su salvación en la lectura. Una novela preciosa, tremendamente humana y emocionante, que describe las peripecias de una niña alemana de nueve años desde que es dada en adopción por su madre hasta el final de la guerra. Su nueva familia, gente sencilla y nada afecta al nazismo, le enseña a leer y a través de los libros Rudy logra distraerse durante los bombardeos y combatir la tristeza. Pero es el libro que ella misma está escribiendo el que finalmente le salvará la vida.
Cristina encontró el otro día un libro de relatos de una autora que recomendó Pilar Bacas en Cáceres, se lo compró, lo está leyendo y le está encantando, es:
María de la O propone LA VOZ DORMIDA, de Dulce Chacón
Un grupo de mujeres, encarceladas en la madrileña prisión de Ventas, encuentran en la dignidad y el coraje la única arma para enfrentarse a la humillación, la tortura y la muerte.
Pocas novelas podemos calificar como imprescindibles. La voz dormida es una de ellas porque nos ayuda a bucear en el papel que las mujeres jugaron durante unos años decisivos para la historia de España. Relegadas al ámbito doméstico, decidieron asumir el protagonismo que la tradición les negaba para luchar por un mundo más justo. Unas en la retaguardia y las más osadas en la vanguardia armada de la guerrilla, donde dejaron la evidencia de su valentía y sacrificio.
Las votaciones fueron complicadas, ya que cada una votaba un libro diferente, pero al final por 4 puntos, ganó el libro propuesto por ELENA:
Publicado por Cristina en 18:57 2 comentarios
ACTA DEL 11 ENCUENTRO. 27 DE MAYO 2008
Organizadora: María Derqui
Asistentes: (12) Adela, Ángela, María del Mar, Pilar, Rocío, María Sur, Cristina, Elena, Ángeles, Marga, Pepa y María de la O.
Por Hércules! ¡Llenazo total, quién nos lo iba a decir hace tan sólo una semana!
Nuestra organizadora, quemada por los preparativos de tan ansiada cena, dimitió de su papel de coordinadora y el coro fue aumentando de volumen, y de conversaciones, y el caos se fue adueñando de nuestro reservado, en un fluir de informaciones que hacían difícil la ya apretada convivencia. “¿Y tu viaje a Noruega?” “Mucho frío y to mu caro”, “¿y tu comida con las carmelitas?” “la que mejor estaba, soltera y sin niños… y con una pasta!”, “mañana me voy a Santander” “¿Santander? Ya verás como te llueve”, “cómo tienes la barriga ya ¿de cuánto estás?”, “me operé de miopía el martes y no veo ná”…
De pronto, una voz se alzó entre las demás, acompañada de un tintineo de copas “¡silencio!” se oyó entre aquel corrillo de gallinas cluecas. Se hizo el silencio, Ángeles había tomado el mando, y como si fuera Apio Pulcro, nos puso firmes, repitiendo la famosa frase de Francisco Umbral: “Hemos venido a hablar del libro!”. Las huestes volvieron a recomponerse y empezaron en un disciplinado orden, con el ÓRDEN DEL DÍA valga la redundancia.
Obviaré los comentarios del libro, como es habitual en mí, porque se merecen capítulo aparte.
1. Se procede al recuento de las que vamos a asistir a la obra de teatro de María Lara: “Don Juan de ida y vuelta”. Desgraciadamente, debido al puente y a que ellas son mu viajeras, sólo podremos asistir Marga, con su esposo, y yo, como embajadoras de Hoy Libro. María Lara, si me estás leyendo, ve reservando tres entraditas, una de estudiante pa mí y dos de tercera edad pa Marga y Agustín, ah! y no te aflijas por la espantada general, ni les cojas manía a estas chicas, ya que Marga y yo valemos por todas ellas (y yo más que Marga, of course!).
2. Mostramos a las no asistentes a la excursión cacereña los relatos que ya han iniciado el patrimonio de Hoy Libro, regalo de su autora, Pilar Bacas: “Poncho” y “El corazón es sólo un músculo”, dejándolos depositados ya en manos de nuestra tesorera y dándole las instrucciones oportunas de que ponga en su testamento dónde los va a guardar, por si acaso (Dios no lo quiera y la guarde muchos años) se le sale la guillotina que dice tener en la nuca y que le impide hacer esos movimientos que continuamente efectúa ante el horror de la concurrencia, que ella de lo suyo está fatal, aunque desganada no parece, algo es algo.
3. Debatimos cómo vamos a celebrar nuestro cumpleaños. Se barajan dos posibilidades:
1. Que pase sin pena ni gloria
2. Celebrarlo de una manera especial
El debate se convierte en un nuevo gallinero, po yo no puedo, po yo me quiero ir a un spa, po es que me voy de viaje a mitad de mes… En fin, que nos decidimos por la primera opción, la de sin pena ni gloria, pero con mucha pena por mi parte, la gloria que se la lleven otras.
De todas formas estamos pendientes de lo que nos pueda ofrecer Marilara con su diablo cojuelo (no me refiero a su marido, que está muy bien de las piernas y es muy bueno) y de que Pimentel, el del picante nombre, tenga libre su agenda para recibirnos en una fecha aproximada a nuestra onomástica.
Queda fijada la cena para el SÁBADO 21 DE JUNIO. Y ante la temida pregunta de quién la va a organizar, empiezan unas cuantas a interesarse por la lámpara que nos alumbra desde el techo, a la vez que silban la canción de sonrisas y lágrimas… Las demás parecemos jueces de los partidos de tenis, mirando de un lado al otro de la cancha. Por fin una voz, casi un susurro, dice: bueno, pues la organizo yo ¡adjudicado a Adela!!!
Para evitar calentamientos como el de este mes QUEDA APROBADO POR UNANIMIDAD DE LA ASAMBLEA GENERAL EXTRAORDINARIA que se cierra el plazo de confirmaciones el día 11 de junio, fecha después de la cual, aquella que no le haya dicho a Adela esta boca es mía por el medio que sea (¡que anda que no hay medios! sms, blog, llamadus ordinarius telefonae…) quedará excluida de la cena, y si quiere venir a última hora, tendrá que llamarla para ver si hay posibilidad de asistir.
Y por fin, con los postres, llegó Isabel orgullosa y con una cara de felicidad que se va a tener que tomar varios kilos de limones para quitársela, con su hija y una amiga, ambas con la beca naranja de graduadas en empresariales. Brindamos por ellas (las tres se lo merecen) y Ángela le da varios consejillos por ser también ella del mismo gremio. Nuevas graduadas, ahora me dirijo a voostras: os espera un gran futuro empresarial, tened como modelo a Ángela, que ha llegado lo más alto en su carrera profesional: es nuestra tesorera ¡en la cima! Ojalá la guillotina se quede donde está.
Tras ellas apareció Manolo, el marido de Marió, al que tras el saludo del grupo vino el más cariñoso de su señora esposa: “Manolo, dame 20 euros!” ¡qué bonito es el amor!. Tras pagar los 20 euritos y hacernos la foto de grupo se fue por donde había venido, ¡noche gloriosa la suya!.
Tras espantar a el único hombre que apareció en nuestras vidas, emprendimos nosotras también la marcha a nuestros hogares.
Fondo común: 117+15: 132
P.D. Os recuerdo que el libro que hay que leerse para nuestro cumplehoylibrosinpenanigloria es:
CHESIL BEACH, de Ian McEwan (editorial anagrama) (próximamente en sus pantallas -en cuanto me tome mi merienda y mi té- en la entrada "Libros recomendados")
Publicado por Cristina en 17:50 3 comentarios
VISITA A LA FACULTAD DE BELLAS ARTES
Quiero darle las gracias a Pililebe, nuestra organizadora de la pre-cena, por darme la oportunidad de volver a recorrer sus pasillos, a los que no había vuelto porque me resultaba doloroso tras la muerte de mi padre, y que volviera a sentir los olores del aguarrás y del óleo, y el tacto del carboncillo, y a buscar en cada mancha aquellas que yo dejé. Todo en la mejor compañía, la de los amigos, porque aparte de mis niñas, también era un amigo, con el rimbombante cargo de Vicedecano de Cultura y Actos Institucionales de la Facultad, Manolo Álvarez Fijo, el cicerone excepcional que nos guió por el "horno donde se cuecen los artistas", según sus palabras. Y dicho y hecho, nos encontramos allí a dos que entraron con 16 años y aún, a sus setentaypico no han salido, el pintor José Luis Mauri (que fue auxiliar de cátedra de mi padre) y el escultor Nicomedes Díaz Piquero. "Vengo a aprender, me queda tanto por aprender..." nos dijo José Luis, carpeta de apuntes en mano.
Empezamos en el patio, que fue de un antiguo convento de los Jesuitas, del que únicamente quedan las columnas de mármol, porque lo tiraron en los años 50 para hacer semejante mole de ladrillo y trasladar allí la escuela de Bellas Artes, que estaba en la calle Gonzalo Bilbao.
Subimos en el ascensor a la cuarta planta y entramos en la clase de Colorido de último curso, donde el profesor, Antonio Zambrana, nos explicó que era el último día de clase y que muchos alumnos se habían llevado ya sus cuadros, alumnos que a partir de ahora ya volarán solos por galerías y salas de arte, quizás alguno verá sus cuadros colgados en museos, esperanza con la que habrán salido todos hoy por esa puerta que nosotras habíamos cruzado. Pero algo vimos, y sobre todo mis niñas pudieron ver el ambiente, las manchas de pintura en suelos y paredes, el olor al óleo y aguarrás, los caballetes amontonados, nuevamente el desorden de la creación.
En cada pasillo donde hay una pared grande, los alumnos de pintura mural hacen sus trabajos. Año tras año se cubren y se pintan de nuevo. Sería curioso hacer una radiografía de los muros, y en uno de ellos encontraríamos uno hecho por mí.
De allí pasamos a una clase de Escultura. Los alumnos estaban haciendo un bajorrelieve de barro. Única condición: dos figuras humanas con un fondo arquitectónico inventado. Los modelos estaban descansando en ese momento, tumbados charlando relajadamente sobre su tarima. Pero los vimos desnudos en los relieves de los pocos alumnos que seguían trabajando. Paseamos entre los caballetes, la mayoría cubiertos de plástico para que no se endurezca el barro y el alumno pueda volver a trabajar sin problemas en la siguiente sesión. El profesor, muy amablemente, nos explicó que esa era una clase de los cursos comunes, por lo que era obligatoria para todos, y que eso se notaba, porque muchos alumnos no volverán a tocar la escultura más.
La siguiente clase que visitamos fue la de litografía y serigrafía, vimos y tocamos las piedras calcográficas, de la que ya sabíamos algo tras la visita al taller de Jesús Tejedor. Pero ahora vimos la piedra dibujada ya, y papeles impresos. Una alumna estaba estampando, otro corrigiendo un diseño en un ordenador. Nos enseñaron lo que era una insoladora, que es la máquina que hace como un negativo del diseño elegido sobre la tela que sirve para estampar.
En un pasillo nos encontramos con Huget Pretel que, igual que Manuel Álvarez Fijo, da clases de Dibujo del Natural, la cátedra que tenía mi padre, y a su vera entramos en su santuario. Emotivo momento, en el que me vi, hace ya tantos años, cuando dibujaba yo en esos caballetes, carboncillo en mano, mientras mi padre me corregía. Padre e hija, profesor y alumna, todo en uno. La clase estaba vacía, sólo otro de los profesores, Daniel Bilbao, iba caballete por caballete corrigiendo los dibujos de modelos desnudos, hechos a carboncillo, puntuándolos. Manolo, que es mu malo, le presentó a Pililebe: “¿sabes quién es ella? La biógrafa de Pérez Aguilera”. Daniel la abrazó, diciéndole que había cogido su libro y no pudo levantarse hasta que lo terminó. Estaba emocionado. Entonces Manolo, le dijo: “¿y sabes quién es ésta?... se llama Cristina... y ahora viene lo mejor: de apellido Pérez Aguilera”. Daniel me abrazó con ganas, y me contó la admiración que sentía por mi padre, y anécdotas, y... ¡yo sin klinex!, snif snif... lo dejamos con sus caballetes y sus notas, y nos fuimos con nuestra emoción a otra parte.
Por la escalera vimos que unos escalones tenían unas manchas negras. Curiosas, le preguntamos a Manolo que qué eran: “eso son ANAMORFOSIS” “¿eh? ¿y eso qué es lo que es?” -preguntamos todas al unísono, incluida yo, que el día que lo explicaron estaría haciendo rabonas-, “una técnica de perspectiva, son dibujos que sólo se ven desde un punto determinado, si los ves desde cualquier otro, tan sólo es una mancha sin sentido”.
Entre esas fantasmagóricas figuras avanzamos a la clase de escultura del último curso de especialidad y paseamos entre las grandes piezas que esperaban para ser puntuadas.
Nos trasladamos al sótano, a la clase de Restauración, donde nos recibió una auténtica autoridad de la Facultad: Juan, modelo durante muchísimos años, que con el tiempo estudió restauración y pasó a trabajar en ese departamento, hasta hace un mes, que se jubiló. Generaciones y generaciones de alumnos lo han retratado en sus lienzos.
Y de allí pasamos a un pasillo de mármol y granito negro, fuimos bajando por una oscura escalera, bajo la Iglesia de la Anunciación. Un bedel nos encendió la luz: estábamos entrando en el Panteón de los Sevillanos Ilustres, “el lugar de los que nunca se van de aquí”, dijo Manolo.
El bedel empezó a contarnos que él había visto barbaridades en ese Panteón, y que si quería usarse por la Iglesia tendría que ser bendecido de nuevo ¿qué barbaridad tan pecaminosa habrá visto?
Salimos, impresionadas de un lugar tan misterioso, y pisamos de nuevo la realidad. ¡¡Eran las nueve!!!, nuevamente, como en nuestra anterior precena, dejamos a nuestro cicerone plantado con la boca abierta y corrimos como cenicientas a nuestra cita.
Publicado por Cristina en 14:00 4 comentarios
viernes, 23 de mayo de 2008
CITA DEL MARTES 27
TODO LISTO, por si alguien no se ha enterado, pongo en esta entrada las citas:
7 DE LA TARDE: Precena misteriosa a cargo de Pililebe, que nos ha citado en la puerta de la Facultad de Bellas Artes, calle Laraña (mmm... qué recuerdos!, no sé qué nos tendrá preparado la Pililebe, por si acaso meteré mis carboncillos en el bolso, como cuando era estudiante...)
9,15 H.: Las diez que hemos confirmado asistencia nos veremos en el reservado de El Abuelo (C/ Álvaro de Bazán).
ÓRDEN DEL DÍA (que yo sepa):
1. Hola, hola ¿qué tal estás de lo tuyo?
2. Debate sobre Pomponio Flato (si Hércules lo permite)
3. Debate sobre celebración del cumplehoylibro feliz, decidiendo la fecha y organizadora
4. Propuestas de libros para junio
5. Despedida y cierre
Publicado por Cristina en 17:07 12 comentarios
jueves, 22 de mayo de 2008
CONFIRMACIÓN CENA DIA 27 DE MAYO
Chicas, despertad ya del sueño cacereño e idme confirmando las que asistireis a la "asombrosa cena de Pomponio Flato y compañía" el próximo día 27 de mayo... e id pensando si quizá deberíamos tomar nota de ciertas normas de convivencia para incluir en nuestros estatutos, tale como las que cuenta Pompo acerca de los árabes:
"...tienen por norma estricta evitar una familiaridad que con toda seguridad derivaría en conflicto... Por esta causa extreman la formalidad y discreción..., y cada vez que se dan por el culo se hacen mil reverencias y se interesan por la salud del otro..."
...¿qué os parece?..., je,je
Publicado por Anónimo en 9:30 23 comentarios
lunes, 19 de mayo de 2008
CONVOCATORIA!!! MERIENDA MIÉRCOLES 21 MAYO
Nuestra intención es charlar de todo lo que pasó en Cáceres, poner en común nuestras impresiones, desmenuzar los detalles, recrearnos con las anécdotas, ver las fotos, repasar con detenimiento todos los regalitos que nos hicieron... en fin, tantas y tantas cosas... que no queremos ni podemos retrasarlo hasta nuestra cena, porque se nos van a olvidar muchas cosas y para no pasarnos la cena charlando, abandonando a Pomponio con sus dioses, el pobre, que bastante tiene con lo que tiene.
Publicado por Cristina en 21:13 12 comentarios
EL CORAZÓN SÓLO ES UN MÚSCULO, de Pilar Bacas
Nuestra segunda donación patrimonial, es este relato, que quedó finalista en relatos para adultos del I Certamen de Cuentacuentos de Extremadura "Más cuento que Calleja"
No recuerdo la fecha en que nos hicimos aquella foto familiar. Hace ya demasiado tiempo. Aún así, a pesar de los años que han pasado, nunca podré olvidar la expresión de anhelo del fotógrafo cuando, al salir, me agarró del brazo con disimulo y, casi en un susurro para que mis padres no lo oyeran, me dijo:
—Vuelva otro día, señorita Fuller, me gustaría tanto hacerle un retrato...
Y volví. Esta vez sola. Lo hice porque quería trasladar a la literatura la profundidad en la mirada que adiviné en el fotógrafo la tarde en que nos hizo el retrato de familia. Aquella forma de mirar me pareció digna de ser descrita con detalle, y necesitaba volver para observarla despacio y así poder recrearla en mis cuadernos. Soñaba por aquellos años con llegar a escribir como Mary Ann Evans, con alcanzar la sensibilidad que caracterizan sus relatos. Por ello aprovechaba todas las circunstancias de mi vida para convertirlas en pasajes literarios.
Esa fue la razón por la que acepté la invitación del fotógrafo Penniwit.
Escondió su rostro tras la cámara, después de indicarme cuál era la postura que debía adoptar, y se cubrió la cabeza con el trapo negro que siempre envuelve a los fotógrafos. Se mantuvo un rato así, en silencio, sólo mirándome. Y yo sentí que su mirada me estaba traspasando el alma. Un ahogo creciente me impedía respirar. Traté de concentrarme en lo único que me preocupaba en aquellos días: la literatura. Pero algo extraño me estaba robando el pensamiento.
Mi pecho subía y bajaba en movimientos cada vez más arrebatados. Ya no miraba al punto que el fotógrafo me había señalado. Bajó la cabeza y sentí un escalofrío al saber que él me seguía mirando a través de la lente oculta. Me acaricié el cuello y pensé que era él quien me acariciaba. Dirigí la vista al objetivo de la cámara, deseando que todo terminara. Me sabía deseada y, al mismo tiempo, estaba temerosa de descubrir que acaso ese ojo espía no ocultaba detrás más que la mirada indiferente de un profesional. Pero no, eso no. Yo sabía que eso no era cierto. Estaba segura de que me estaba observando con deseo, deleitándose en ello. Pasaban los minutos y la tensa espera empezaba a transformarse en angustiosa. El fotógrafo levantó suavemente la tela negra que cubría su cabeza, se acercó despacio hacia mí y, tocándome apenas los hombros, me dijo:
—Descanse. Baje un poco los brazos. Así, dejándolos sueltos, abandonados. Siéntase cómoda. Ya verá cómo enseguida terminamos.
—Es el corsé. Bueno, no sé. Está... quizá está demasiado apretado.
—Pase adentro, yo la ayudaré. Comprendo lo que le pasa... No es fácil posar. Así. Margaret. Así. Despacio... Tenemos todo el tiempo...
Me condujo detrás de la cortina para ayudarme a aflojar el corsé. Sus manos dejaron la prenda en el suelo y suavemente comenzaron a modelar mi cuerpo.
—Tienes que abandonarte, Margaret. Si no, no conseguiré hacerte la foto. Tienes que dármelo todo para que yo pueda apresar lo mejor de ti y encerrarlo en tu retrato, ¿comprendes? Hacer arte es ahondar en lo más profundo de las cosas. Entrégate, entrégame tu cuerpo y yo sacaré de ti la esencia de tu alma para hacerte arte.
—Sí. Haré lo que tú quieras —le decía yo—, todo lo que tú quieras. Deseo el mejor retrato, házmelo hermoso, hazme hermosa.
—Lo haré, te haré tan hermosa como toda mujer hubiera deseado serlo —me decía.
—Me tienes toda para ti, toma lo que quieras...
Y él tomó de mí lo que quiso y me arrebató los sentidos para concentrarlos en su obra. Nunca lograría el fotógrafo olvidar la que yo creí, sin duda, su mejor creación.
Me arreglé el moño, recompuse el vestido y me coloqué de nuevo en el asiento.
—Ahora sí, Margaret. Pon tu mano derecha bajo la barbilla. Esto es. Gira la cabeza un poco más. ¿A ver ese escorzo? Está bien, no te muevas. Mira aquí, no a la cámara. Y no dejes de mirarme aunque no me veas.
Y yo no dejé de mirarlo durante los eternos segundos que transcurrieron aún.
El magnesio iluminó el estudio y su fogonazo marcó uno de los instantes más felices de mi vida. No hay más que contemplar la fotografía para comprobarlo. Los ojos oscuros y profundos que quedaron grabados en el papel serán testigos eternos de la magia de aquel momento.
—¿Satisfecha? —me preguntó.
—Sí. Será nuestro secreto. Mañana vendré para que me muestres el resultado y —añadí en un susurro— para verte de nuevo.
Estaba desconcertada y, aunque deseaba permanecer junto a él, un extraño impulso me obligaba a abandonar el estudio.
—Será una hermosa foto, señorita Fuller, pero no se moleste en venir a recogerla, yo se la haré llegar. Y ahora discúlpeme, he de seguir con mi trabajo.
La expresión de su rostro había cambiado en unos instantes. La magia se habla roto de repente y para siempre. Descorrió de nuevo la cortina y se encerró tras ella sin añadir una palabra más.
Yo me dirigí hacia la puerta y permanecí junto al umbral, incapaz de moverme siquiera, impotente ante lo inexplicable. Di unos pasos dubitativos y miré hacia atrás, perpleja, esperando que se abriera la puerta y apareciera el fotógrafo para pedirme disculpas por la broma tan pesada que acababa de gastarme.
El mundo entero daba vueltas a mi alrededor a medida que avanzaba por la orilla del Spoon caminando sin rumbo.
Me senté en un banco. Sentí algo extraño dentro de mí. Siempre he sabido el momento exacto en que he concebido cada uno de los siete hijos que el viejo farmacéutico me ha dado en todos estos años de matrimonio. Aquella tarde tuve la primera certeza. Supe que una semilla había germinado en mi cuerpo. Permanecí un rato sentada en el banco del paseo de la ribera. ¡Cuántas veces he vuelto después a ese banco! Me llama la tristeza y también la felicidad de aquel día. Me gusta recordar que fue en ese lugar donde sentí una nueva vida en mi cuerpo. Por ello me sigue atrayendo el banco del paseo que hay junto al río, para refugiarme y sentirme acompañada en mi tristeza. Es lo único que me queda.
Un cielo de plomo empezó a envolver la tarde. Desde la colina llegaba el sonido de las campanas del camposanto, acompañado de esa lluvia fina, tan constante en este pueblo y que siempre hace percibir los sonidos con una intensidad especial. Empezaba a anochecer. La cortina de lluvia me acariciaba. Quién sabe el tiempo que permanecí allí, sentada en aquel banco junto a la orilla del río. La barcaza llegó con la última remesa de troncos, y los obreros se afanaron en la descarga. Un hombre pasó después encendiendo los faroles. Nadie percibió siquiera mi presencia oscura y solitaria.
El viento de la colina siempre es presagio de lluvia y anuncio de tristeza. Viene de allá arriba cuando mi corazón está más triste, lo sé desde entonces. El dolor me recibió aquella tarde junto con el viento que venía azotando cada vez más, y que arrastraba consigo los gemidos del camposanto.
La tarde siguiente a aquella en que el fotógrafo Penniwit me hizo el retrato miré el reloj demasiadas veces como para que mi madre no percibiera que algo extraño me ocurría.
—Tengo que salir a hacer unas compras —le dije.
Y me apresuré a salir antes de que me sometiera a sus habituales preguntas.
Recorrí de un extremo a otro la calle en la que se encuentra el estudio de Penniwit, dudando. Varias veces salí corriendo, asustada, temiendo ser descubierta por él. Una fuerza extraña, sin embargo, me obligaba a permanecer cerca de la puerta. Otra vez en el umbral, decidida ya a introducirme en el estudio. Y así varias veces. Él al fin, salió y pasó junto a mí. Volvió la cabeza hacia otro lado, intencionadamente, y su figura desapareció de mi vida, una vez más para siempre.
Aún así, regresé cada tarde. Espié sus movimientos. Lo seguí más de una vez a la salida. Un día me decidí a entrar. La cortina del estudio se movía, casi imperceptiblemente.
Desde detrás de ella se percibían suspiros y una voz susurrante. Su voz. Tan soñada. Tan deseada por mí.
—Tranquila, descansa, verás cómo todo va a salir bien. Abandónate.
A partir de ese día me encerré en casa, sintiendo cómo en mis entrañas iba creciendo el desasosiego. Mi madre empezó a sospecharlo. Una tarde acariciaba mi vientre y ese gesto terminó por delatarme. Sin mirarme, de esa forma en que hablaba cuando quería dar solemnidad a un momento, me dijo.
—Esto tenemos que arreglarlo. Vas a hacer lo que yo te diga. Tengo la solución.
—¿Quién? —respondí a sabiendas de lo que estaba tratando de decir mi madre, tras esa apariencia de dureza que siempre supo dar a la frustración.
‑El farmacéutico. Esa es tu salvación. Tu única salida. Me has dicho que te corteja, y que en una ocasión, incluso, llegó a proponerte matrimonio, ¿no es así? Pues esta misma tarde vas y le dices que sí, que aceptas su proposición.
‑Madre... Es muy mayor para mí. Y es muy posible que aquel día sólo estuviera bromeando conmigo. Además, ¿cómo voy a presentarme así, de improviso, para anunciarle que acepto una propuesta que quizá ya haya olvidado?
‑La vergüenza con los hombres hay que guardarla para otros momentos. ¡Haz lo que te digo!
Yo amaba la literatura por encima de todo. La amaba y la amaré hasta mi muerte, porque ella me ha dado la vida cuando el aliento me ha faltado. Caminaba por la orilla del río, todavía adolescente, sintiéndome la protagonista de tantas historias como concebía en mi imaginación. Y luego corría a casa a esconderme para escribirlas. Ese ha sido mi sueño desde que tengo uso de razón, convertirme en una escritora como ellas. Como Mary Ann Evans o como Emily Brontë.
A mi madre no le gustaba que saliera a pasear sola por las calles.
‑Necesito hacerlo ‑le decía‑. Tengo que encontrar personajes para mis novelas.
‑¡Ay, hija mía! ¿Quién te habrá metido esas ideas en la cabeza? ¡Bien te podías dedicar a pensar en casarte, que ya tienes edad para ello!
Pero yo me escapaba, huía del tedio de las tardes de bordados. Aquí y allí veía escenas que me proporcionaban material para inventar. El niño pobre danzando sobre una olla de barro, la dama que ha perdido el sombrero porque el viento se lo ha arrebatado y lo recoge con repugnancia de las manos de un pordiosero a cambio de una limosna. Tantas y tantas historias encerradas en un simple gesto...
En aquellos días, en que vivía enfrascada en la escritura, fue cuando ocurrieron los dos acontecimientos que marcaron mi vida: la proposición de matrimonio del viejo farmacéutico John Slack y la deshonra de Penniwi.
En una ocasión, poco tiempo antes de que el fotógrafo me hiciera el retrato, entré en la farmacia para solicitar información acerca de cómo una heroína de novela puede conseguir morir por desamor. El farmacéutico me escuchó con curiosidad y me indicó toda clase de venenos y artimañas que una joven podría utilizar para dejarse morir.
‑La mejor forma de todas, y la más sencilla ‑me dijo‑ es el tétanos. El tétanos mata sin que los demás lo perciban. Empieza con una rigidez progresiva de los músculos de la mandíbula y el cuello, que van bloqueándose hasta llegar el espasmo –los ojos se le empezaron a salir de las órbitas al explicarme el fenómeno‑. Esta rigidez se extiende por las extremidades, pero a veces no llega a tiempo. La muerte se apodera del enfermo antes de que eso suceda.
‑Pero la muerte, en realidad, ¿por qué se produce?
‑Porque todavía no se ha encontrado remedio para el tétanos. Por esa sencilla razón. Fíjese, ya nadie muere de rabia y pocos mueren de viruela, pero de tétanos es bien seguro que quien lo padece se tiene que morir. No hay remedio posible.
‑No era eso lo que preguntaba. Lo que quiero saber es en qué momento muere el enfermo. ¿Qué es lo que pasa en su organismo para que muera, aparte de la contracción muscular?
‑Es fácil de entender, mujer. El enfermo muere porque se le para el corazón. Si todos los músculos se contraen, también se contraerá el corazón. ¿Comprendes? Porque el corazón no es más que eso, un músculo.
‑Comprendo, comprendo –respondí atajando su explicación. Era eso precisamente lo que buscaba. A mi heroína se le paraba el corazón. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
‑Como no puede amar ‑añadí en voz alta sin apenas ser consciente de ello‑, el corazón se agota y muere.
Él se echó a reír con una risa sarcástica que me hirió profundamente pero que al parecer olvidé el día en que acepté su proposición de matrimonio.
Es la misma risa que hoy ha usado para hablar del fotógrafo Penniwit con su amigo Morgan. Si llego a ser consciente de esa risa aquel día, no me hubiera casado con él.
No sé cómo me había atrevido a dar aquel paso, entrar en la farmacia y pedir un remedio para acabar con la vida. Debía de estar muy aburrido aquella tarde el farmacéutico. Si no ¿Por qué me había prestado tanta atención?
‑Vuelva cuando quiera.
Yo le respondí que tenía poco tiempo. Todo mi tiempo lo quería para escribir.
‑Cásese conmigo ‑me dijo de repente‑. Yo estoy siempre muy ocupado con el trabajo, y usted podrá escribir todo el tiempo que quiera.
Y, ante mi falta de respuesta, continuó hablando.
‑Verá, me gustan las historias y comprendo su afición por la escritura. Piense en la oferta que le hago. Como ve, soy un hombre práctico. Deseo una mujer independiente, como yo lo he sido siempre. Quiero a mi lado una mujer que sepa valerse por sí misma ¿Comprende?
‑Sí, sí, claro. Entiendo
‑Mi oferta es firme. No estoy bromeando ‑añadió después de tomar aire‑, cásese conmigo y tendrá todo el tiempo que desee para seguir novelando historias.
‑¡Qué cosas dice usted, por Dios!
‑Tengo una buena posición, le voy a ser franco y, aunque peque de inmodestia, le diré que no quisiera que mis sobrinos heredaran el fruto de tantos años de trabajo Piénselo... ¡No! No hace falta que me responda ahora.
Salí apesadumbrada, había sentido pena. Un hombre tan mayor suplicando a una mujer que, por la edad, podría ser su hija. Regresé a casa deprisa, se me había hecho demasiado tarde. A medida que avanzaba iba tomando fuerza una incipiente decisión que más tarde desecharía. ¿Por qué no? ¿Por qué no casarme con un hombre que me permitiría hacer lo que deseaba? Tener tiempo para escribir era mi única obsesión. Siempre imaginé que el matrimonio sería un obstáculo para mi vida de escritora. Ya lo habían intentado otros y siempre reían ante mis insinuaciones de convertirme en novelista. Pero él no, el farmacéutico era distinto, había creído en mí. Por otra parte, para qué engañarme, era mayor, sí, pero se veía que era un hombre capaz aún de satisfacer a una mujer como yo, que por nada del mundo, ni siquiera por la literatura, hubiera renunciado al sexo. Ese placer que, por pudor, no me atrevía a describir en mis narraciones.
Después había desechado la idea, enfrascada como siempre en mi escritura, hasta que ocurrió mi desgraciado encuentro con el fotógrafo. Mi madre, con su sentido realista de la vida, había encontrado la solución.
Cuando, poco después de casarnos, el venerable, el siempre comprensivo y amable farmacéutico John Slack descubrió que yo estaba encinta, decidió cobrarme el precio más alto que pude imaginar: perdió su respeto por mi escritura.
Y me dijo, para que no cupiera en mí la menor duda:
‑La literatura es oficio de hombres sin oficio para distraer a mujeres distraídas. A partir de ahora, en esta casa, las distracciones las pondré yo.
Por aquellas fechas ya había descubierto que la verdadera razón por la que el viejo farmacéutico había elegido para casarse a una mujer independiente como yo, era que necesitaba tiempo para dedicarse a su verdadera pasión: pasar las horas en compañía de sus amigos con el único objetivo de beber sin medida.
Desde entonces, cada noche he sufrido el desgarro de mi cuerpo. Durante tantos años que ya no tengo fuerzas para contarlos. Uno, dos, tres y hasta siete hijos me ha dado el viejo farmacéutico, en noches inundadas del halo pestilente del alcohol, ahogando mi cuerpo con el ansia de una eyaculación que cada vez le resulta más dificultosa.
Durante todos estos años sólo he podido escribir estas líneas que termino ahora. Me abruma pensar que quizá haya otras mujeres que, como yo, emprendan el camino de la escritura y no quieran renunciar al sexo. Deseo que quede constancia escrita de mi sufrimiento para que no sirva mi vida como modelo, maldita por culpa del sexo.
¿Qué habría sido de mí si el farmacéutico no me hubiera pedido que me casara con él? Sólo me prometió una cosa: que me dejaría tiempo para seguir disfrutando siempre del gozo de escribir. ¿Ingenua? Ya me lo dijo mi amiga Rosie, no te cases con él, ¿no ves que no te quiere?
No me importaba que no me quisiera. Yo no quería sentirme querida, sino deseada, aunque sabía que nadie podría desearme como me deseó el fotógrafo aquella tarde en que me hizo el retrato. Yo me sujeté con firmeza la barbilla y concentré la mirada de esos ojos profundos y al mismo tiempo penetrantes que poseía aún aquellos años, para inmortalizar el instante más feliz que había vivido.
‑Mira dentro de ti misma, no hacia fuera ‑me decía él.
Lo decían todo mis ojos aquella tarde. Ahora no es esa la mirada que conservo. Sólo me queda la profundidad de quien se sumerge en si misma para encontrar lo que el mundo ya no le ofrece.
El viejo farmacéutico llegó anoche borracho, como siempre. Venía con su inseparable amigo Morgan, un hombre que parece que no tiene familia porque nunca muestra intención de regresar a su casa.
‑Ven, no te vayas ‑me dijo mi esposo agarrándome con violencia y sentándome en sus rodillas‑, escucha esto que voy a contar. Es chistoso. Hemos tomado un vaso de vino con el fotógrafo Penniwit y nos ha contado que la mejor foto que ha hecho en su vida ha sido la del juez Somers. Ha explicado cuánto tuvo que esperar para que su ojo torcido lograra mirar recto.
‑Pobre hombre, él dice que perdió sus clientes porque intentaba poner su pensamiento en la cámara para captar el alma de las personas ‑añadió su amigo con sorna.
‑Sí, figúrate, y lo que ponía era las manos en las mujeres que se atrevían a posar para él.
Me vinieron a la cabeza las palabras que me dijo aquella tarde en que me hizo un retrato que yo creí que era el mejor de cuantos había hecho.
Reviví una vez más los instantes en que el fotógrafo intentaba poner su pensamiento en la cámara para captar mi alma. Anoche fui consciente de que, aquella tarde, el fotógrafo me había arrebatado el alma de verdad.
Lo único que me ha mantenido viva en estos años ha sido la ilusión del recuerdo y la esperanza de que algún día el fotógrafo reconociera la pasión que puso en aquel retrato. Esa ilusión hoy se ha desvanecido para siempre.
Sólo encontrarán unas hojas ilegibles. Escribo demasiado deprisa. Nunca supe si para que nadie pueda descifrarlo o por la premura con que he tenido que hacer todo en mi vida desde que me dejé conquistar por el farmacéutico.
Cuando me casé con él me prometió que tendría tiempo. Al principio, yo le hablaba de mi novela, aunque él nunca me prestara atención, pero lo que nunca supo, ni sabrá, es que lo que realmente estaba escribiendo era la historia de mi propia vida. Tampoco sabrá que no he dejado de escribir ni un solo día, aunque en ocasiones sólo lo haya hecho en mi mente.
Hace años descubrí una punta herrumbrosa junto a la cabecera de la cama. Cuántas noches de desamor he deseado que se clavara en mi cuerpo. La punta empezó a obsesionarme, como si la tuviera incrustada en el pensamiento y no tuviera otra opción que clavarla en mi cuerpo para librarme de ella y liberarme para siempre de esta vida.
Hoy, al fin, he claudicado. Dentro de unos momentos empezarán a aparecer los primeros síntomas. Y nadie encontrará la punta herrumbrosa que he enterrado esta tarde como homenaje precoz a mi propia tumba. Descansarán mis cenizas en otro sitio, pero toda mi pasión robada quedará encerrada para siempre, con esa punta herrumbrosa, en la pequeña fosa que yo misma he excavado a la orilla del Spoon, junto al banco en que tantas tardes de mi vida he soñado y he concebido en mi mente historias tan apasionadas que las protagonistas no podían sino sucumbir con la muerte al delirio de un amor imposible.
Sé que el viejo farmacéutico pondrá los medios para curarme cuando me encuentre. Un triste accidente habrá sido la causa de mi muerte, dirá, y otra mujer lavará desde ahora los pañales, como yo lo he hecho cada mañana, cada tarde y cada noche de estos últimos once años. Y ojalá esa mujer no necesite que en la pared haya un clavo herrumbroso, como el que ha presidido mi vida durante todos estos años, que la libere, al fin, de seguir viviendo.
He resumido en pocas palabras los últimos años de mi vida porque poco más ha sucedido que merezca ser rememorado. Pido perdón a mis hijos, que no han conseguido devolverme la pasión por vivir.
Dentro de unos minutos, mi corazón se parará, y no lo habrá detenido el dolor, sino el tétanos.
Esta vez la heroína no va a morir de amor. Simplemente, su corazón dejará de latir. Al fin y al cabo no es más que un músculo.
(Nota de la autora: los personajes de este relato están sacados de la antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters)
Publicado por Cristina en 20:03 3 comentarios
PONCHO, de PILAR BACAS
Pilar Bacas nos regaló dos relatos suyos cuando fuimos a Cáceres, encuadernados con esmero, unas joyitas que han inaugurado el patrimonio de Hoy libro y que celosamente guardaremos en nuestra futura caja fuerte.
Pero para que todas podamos disfrutar de su contenido sin que queden manoseadas las joyitas, vuelco aquí el primero de ellos: "Poncho".
Eran las ocho de la tarde de un diciembre asfixiante cuando llegué al Aeroparque de Buenos Aires. Unas semanas atrás había cruzado el Atlántico por encargo de la empresa y ya sólo me quedaba una última visita que hacer antes de mi regreso a España.
La fila para facturar el equipaje era inmensa y me entretuve tratando de imaginar la vida de cada viajero, de dónde vendría, quién lo esperaría a su llegada, cuál sería su idioma. Es un juego con el que siempre me ha gustado distraerme cuando viajo solo, para sobrellevar las largas esperas en aeropuertos y estaciones.
Estaba sentado sobre mi pequeña maleta, aguardando que llegara mi turno, cuando la vi por primera vez allá delante, cerca del mostrador de facturación de equipajes.
El cansancio arrastrado durante los días que llevaba de viaje y el desprecio al sexo femenino que mi convivencia con una mujer como Marta me había provocado en los últimos meses, impidieron que me recreara en su contemplación. Había decidido cambiar en mi relación con las mujeres, que sólo me habían causado sufrimiento y problemas, especialmente Marta.
Nunca más permitiría que robaran mi estabilidad y mi conformismo con el mundo. Ese era mi deseo y pensaba obrar en consecuencia. A partir de entonces pagaría a todas las mujeres que conociera con la misma moneda con la que ellas me habían pagado a mí.
Ella seguí ahí, en espera de que una familia numerosa entregara su voluminoso equipaje.
Pensé que solo me había llamado la atención su poncho, de colores vivos, pero, desde el momento en que su mirada se cruzó con la mía, supe que lo que más deseaba era que ella fuera mi compañera de asiento.
El poncho camuflaba sus formas. No me hizo falta mucha imaginación para descifrarlas. Su mirada oscura, su estilo despreocupado y, sobre todo, su juventud me hicieron desear acercarme a esa mujer, para descubrirla y luego abandonarla por una aventura mejor.
Mi decepción con el sexo femenino se había disipado en un instante. Era bonaerense, no me cabía duda, por esa forma decidida de mover la cabeza y lanzar la melena al viento que caracteriza a las mujeres de Buenos Aires, como haciendo constar de forma contundente su presencia allá donde estén.
Una vez que hubo cumplido el trámite, ella recogió su tarjeta de embarque y la perdí de vista.
Aunque llevaba un tiempo más largo de lo habitual lejos de casa, por primera vez en mi vida no deseaba volver a ella. Sé que una casa vacía es más confortable que una casa llena de reproches, ahora lo sé con certeza, pero, por entonces, estaba tan acostumbrado a la compañía de Marta que me daba miedo enfrentarme yo sólo a la vida, que era en definitiva lo que iba a suponerme dejar de compartirla con ella. Siempre han bromeado mis amigos con esa falta de dominio que mantengo en mi trato con las mujeres y pasé el tiempo imaginando una aventura con la chica del poncho para animar mi reencuentro con ellos y eludir la verdad de estos monótonos viajes de trabajo tratando de vender el nuevo sistema de tierra cementada para los puentes de las vías interurbanas a incautos comparadores.
Y, así, inmerso en mi ensoñación, apenas fui consciente de que la megafonía anunciaba la salida de mi vuelo.
No podía imaginar entonces que estaba a punto de comenzar un episodio que nunca hubiera podido imaginar y que iba a cambiar el rumbo de mi vida para siempre.
La aeromoza me condujo a mi asiento, y allí, junto al mío, pegada a la ventanilla, estaba ella con su poncho. No me atrevía mirarla, avergonzado de mis recientes pensamientos.
"En nombre de Aerolíneas Argentinas, el capitán y su tripulación les damos la más cordial bienvenida al boing número 064 en su vuelo número 147 con destino a Salta. Nuestro tiempo estimado de vuelo será aproximadamente de dos horas y media. En preparación al despegue, favor de abrocharse el cinturón, mantener el respaldar de su asiento en posición vertical, la mesita plegada y no fumar durante el despegue. El capitán y su tripulación les deseamos un viaje placentero".
Me sé ya de memoria las retahílas que se oyen a través de la megafonía.
Al despegar el avión, inconscientemente me agarré con fuerza a los brazos de la butaca.
-¡No se amarre tanto! ¿tenés miedo?
Esa fue la segunda vez que me miró. La vi arrogante, irónica y segura de sí misma.
-No, no, al contrario, me encanta esta sensación. Es lo que más disfruto de los vuelos —respondí para disimular que, por muchas vidas que tuviera, nunca me acostumbrare a permanecer suspendido del aire a más de diez kilómetros de altura.
-¡Sos español! ¡Mira vos! ¿Y qué hacés acá?
-Vengo en viaje de negocios recorriendo algunos países del Cono Sur. Esta es ya mi última etapa. Estoy deseando regresar a casa -mentí.
Lo dije sin mucha convicción. Hubiera querido permanecer el mayor tiempo posible alejado de Madrid porque había decidido reflexionar durante mi viaje. En Madrid no tenía tiempo de hacerlo. Además, siempre necesito distanciarme de mi vida para poder pensar ella. Lástima que mi misión en Argentina no pudiera alargarse. En aquellos días me daba miedo hasta pensar. Sí, miedo a pensar, a pensar en cualquier cosa que tuviera que ver con mi realidad. Por eso había imaginado una aventura con ella, para no enfrentarme con la verdad de mi vida. Vivíamos en una casa de luces anaranjadas, rodeada de un jardín frondoso. Ella y yo solos. Ella me buscaba entre los matorrales, ansiosa, y yo buceaba en su cuerpo hasta dejarla exhausta, después de hacerme desear. Ella me reclamaba más y más veces, y yo la despreciaba, la poseía, la abandonaba, la...
-Sos casado?
-Sí... digo... no. Perdón, es que acabo de divorciarme y aún no me he acostumbrado a mi nuevo estado.
Había respondido sin darme cuenta y me sentí molesto conmigo mismo por mi excesiva familiaridad en el trato con una desconocida.
-¡Qué lindo!
-¿Cómo? ¿Le parece lindo estar divorciado?
-No, no es eso. ¡Qué lindo país España!
-Y tú de dónde vienes?
Pero no, no lo dije así. Yo le hablé de usted, porque sé que, en Argentina, hablar de tú suena pretencioso, cursi y anticuado. Y el vos no me salía natural.
-De visitar a la familia en Buenos Aires. Me regreso ya para mi casa.
Le había cambiado la expresión y el tono de voz. Se mantuvo unos instantes en silencio y luego continuó.
-He pasado unos días por acá, por Buenos Aires, y ya me regreso no más. Está todo bien, por supuesto que sí. Este..., ya sabe..., cosas de..., de la familia... De acá para allá Bueno...
Tuve la sensación de que no quería seguir hablando de ella porque enseguida me atajó con otra pregunta.
-Y, decime, ¿tenés hijos?
-No. No me espera nadie -y nada más pronunciar esas palabras me avergoncé de nuevo por desvelar datos de mi vida ante alguien de quien lo desconocía todo, incluso el nombre, que no descubrí hasta que me entregó la nota.
Pero vayamos por partes. Estoy tratando de recordar lo que ocurrió en aquellos primeros minutos para descifrar cuándo fue el momento en que dejé de llevar las riendas de un suceso que acaeció hace ya más de cuatro años.
No puedo concentrarme en la tarea porque mi hijo me interrumpe continuamente con sus preguntas infantiles. He sido padre demasiado mayor como para acostumbrarme a que un nuevo ser dependa de mí y robe mi tiempo.
Me siento extraño escribiendo este memorando de lo que pasó entonces. Siempre he considerado inútil, infantil y femenino escribir los propios pensamientos. Siento vergüenza de desnudarme así, aunque sea en un papel que sólo va a leer mi psiquiatra. Porque esa es otra cuestión. En la vida hubiera pensado que iba a necesitar tratamiento.
Recuerdo mis primeros años con Marta. Ella afirmaba que se sentía segura a mi lado, porque era un hombre con las ideas claras, sin cambios de humor, equilibrado psicológicamente. ¡Ja! Así me veía ella al principio. No tardó en recomendarme, desde la leve insinuación al principio hasta la insistencia en los últimos meses, que visitara a un psicólogo o, mejor aún, a un psiquiatra. Nunca le hice caso, desde luego. No iba a perder el tiempo y el dinero en semejante entretenimiento absurdo.
Yo nunca me he sentido seguro en mi relación con las mujeres, sobre todo en los inicios. Eso fue lo que me pasó con Claudia en aquel vuelo de Aerolíneas Argentinas. Pero no, he dicho que voy a ir en orden y en aquel momento aún no sabía que se llamaba Claudia.
-¡Qué lindo hablás! -dijo para romper el silencio. Me miraba con descaro, o eso percibí yo. Entonces aún no me había dado cuenta de lo jovencísima que era ella.
-Ya ves. Vivimos tan lejos y, sin embargo, tenemos el mismo idioma.
-Pero ustedes allá en España hablan medio raro. Dicen, por ejemplo, calendario en lugar de almanaque. ¿Por qué no hacemos un Juego? Vos decís una palabra y yo la acierto, y luego al contrario.
Cuando dije aquel1a palabra, ella no respondió, se quedó en silencio, con la mirada ausente. Y yo entonces no entendí por qué. Tampoco recuerdo qué palabra fue, pero sé que su semblante cambió de pronto. Se quedó seria, indefensa.
¿Qué palabra le diría yo para que de pronto le mudara la expresión alegre que había mantenido el resto del viaje?
Ella apoyó la cabeza sobre mi hombro, fingiendo estar dormida. Tengo ya demasiados años como para saber perfectamente cuándo finge una mujer, es de las pocas cosas de las que estoy seguro. Y me puse a acariciar su poncho, primero distraídamente y luego soñando que era a ella a quien acariciaba. De nuevo imaginé ese lugar en que sólo estábamos los dos, el jardín con la casa al fondo, con luces anaranjadas que se encendían cada atardecer. Noté que ella sabía que yo estaba acariciando su poncho.
Y así, sintiendo entre mis dedos la suavidad de la seda, me quedé dormido.
Me extrañó que no se quitara el poncho durante todo el viaje.
Ingenio. Eso es, ingenio. Entonces fue, y no antes, cuando empezamos a jugar al juego de las palabras.
-Tenés que venir a mi casa, quiero mostraros mi ingenio.
-Conocer su ingenio? –respondí estupefacto.
Ella se rió
-Sí, mi ingenio, mi ingenio de café. ¿Por qué has puesto esa cara? ¿o no sabés qué es un ingenio?
Hasta el final mantuvo la serenidad. Sólo en el momento del aterrizaje vi cómo sufría una transformación. Buscaba algo en su bolso con urgencia.
"Señoras y señores, estamos comenzando el descenso sobre el aeropuerto Martín Miguel de Güemes. Favor de permanecer sentados y con los cinturones debidamente asegurados. El capitán y su tripulación les dan las gracias por volar con Aerolíneas Argentinas y les desean una feliz estadía en Salta".
Me asomé a la puerta de salida del avión y recibí una bocanada de aire caliente que me pareció casi irrespirable. Me gusta bajar del avión por la escalerilla en lugar de recorrer pasillos asépticos por el interior de las orugas, como túneles del tiempo. Me dan ganas de besar el suelo como si fuera el Papa.
Me pidió que fuera a su casa y me hizo prometer que lo haría, esta vez con deseo manifiesto.
Apresuradamente anotó en un papel su nombre y su dirección con un bolígrafo que, al fin, encontró en su bolso, y, sin más, salió corriendo y desapareció entre la muchedumbre que llenaba la sala de arribos del aeropuerto. Por el aspecto que tenía muchos de los que abarrotaban la salida imaginé que no esperaban a nadie, estaban allí como asistentes a un espectáculo gratuito. Antes me gustaba aterrizar de noche en un lugar desconocido, respirar el aire que siempre me resulta diferente, mirar a la gente para descubrir en sus caras alguna seña de identidad y, sobre todo, dormirme con la emoción de qué me encontraría al día siguiente. Aquella vez, sin embargo, sólo me obsesionaba encontrar a Claudia. ¡Qué extraño! No podía entender su conducta. Tanto interés en conocerme y desaparecer así, sin despedirse, no dejaba de ser algo incomprensible.
En menos tiempo de lo previsto resolví los asuntos que me llevaban a Salta y hasta dos días antes de mi partida no me decidí a visitarla. En el fondo me daba miedo reencontrarme con ella.
Nunca olvidaré la atmósfera espesa de aquella tarde, que impedía que el aire ventilara mis pulmones.
Había un trasiego continuo de vehículos y gente en la terminal de autobuses y me resultó difícil encontrar el que me llevaría a Cerrillos. La tarde empezaba a nublarse.
En el momento en que llegué al pueblo se levantó repentinamente un viento devastador y tuve que refugiarme a toda prisa en un colmado. Desde allí telefoneé a Claudia para comunicarle que había llegado a Cerrillos. Pocos minutos después la vi llegar en un auto con su hermana mayor.
En la puerta del jardín de su casa, situada al otro extremo del pueblo, se encontraba otra hermana, más pequeña, gritando porque acababa de caerse la rama de un árbol gigantesco y había roto el cable del teléfono.
Aunque era temprano, la oscuridad repentina y el viento daban a la casa y al jardín un aspecto fantasmagórico.
Para aprovechar la luz diurna que quedaba, me enseñaron el jardín. Paseamos entre la multitud de tipos de flores de las plantas epifitas que surgían de los troncos de los árboles. Era todo frondoso, húmedo, sensual. Me sentía contento. Las hermanas me mostraban cada una de las plantas y árboles.
Era tan grande el jardín que no tuvimos tiempo de recorrerlo, el viento retomaba su furia. Desde todos los ángulos se veía la casa, por cuyas ventanas se filtraba una luz anaranjada y misteriosa que iluminaba levemente el jardín, oculto bajo el cielo oscurecido por nubes de tormenta.
Claudia estaba nerviosa. Se limpiaba el sudor continuamente y casi no hablaba. No me parecía la misma mujer que conocí en el avión. La encontré indefensa, aturdida, y me pareció mucho más joven.
Las hermanas hablaban sin parar y ella se mantenía siempre cerca de mí, callada, arropada con su poncho de colores. Era difícil reconocer en ella a la misma persona que viajó conmigo días atrás.
La tormenta estalló bruscamente, sin avisar, como hacen siempre las tormentas en esas latitudes, y un copioso aguacero nos obligó a refugiarnos en la casa.
La puerta de la entrada daba paso a un salón con dos alturas, al que se accedía por un porche con columnas anchas y más gruesas en el centro que en los extremos. El salón estaba iluminado con luces anaranjadas, mortecinas, y lleno de adornos dorados de mal gusto.
En un rincón, balanceándose en una mecedora, se encontraba la madre. Por todo saludo me hizo un gesto con el brazo y miró para otro lado.
Estaba ya todo dispuesto en la mesa cuando entramos.
Las hermanas seguían hablando y me bombardeaban a preguntas. La mamá se mantenía silenciosa, sentada en la mecedora.
Durante mi estancia en la casa me parecía estar soñando, trasladado a otro mundo, a otra época. Me sentía como si estuviera viendo una película en tres dimensiones. Yo, espectador ajeno de una imagen novecentista.
La madre habló por primera vez.
-¿Cuáles son sus intenciones?
-Pienso regresar a mi país en poco tiempo. En cuanto resuelva los asuntos que me traen por aquí. Cuestión de días.
-Caballero. No puede irse –añadió levantándose de su asiento-. Tengo un gran placer en que conozca a mi hijo mayor. Vive acá mismo. Andá, Malena, andá a buscarlo, que el teléfono no funciona con el temporal –dijo, dirigiéndose a su hija menor.
-No puedo esperar –alegué, haciendo amago de levantarme-. El último autobús sale dentro de veinte minutos.
-No se apure. Acá la prisa no existe. No estamos en Europa. Tómese el tiempo que necesite. Tome asiento y sírvase otro trago.
Y volvió a sentarse en su mecedora. Permaneció así inmóvil, balanceándose, como cuando hice la entrada por primera vez en la casa, mientras su hija pequeña buscaba al hermano mayor.
Fue al quitarse el poncho cuando se lo noté. En ese momento me percaté de que ella lucía un embarazo bastante avanzado. Se cruzaron de nuevo nuestras miradas y reconocí en la de ella la arrogancia y desprecio que atisbé en el momento del despegue cuando yo me agarraba a los brazos de la butaca tratando de disimular mi miedo a volar. Y entonces, sólo entonces, fue cuando supe qué era lo que estaba pasando.
-Ya verá qué bien se va a sentir aquí –me decía la hermana mayor.
Y entonces recordé las palabras de la pequeña mientras paseábamos por el jardín.
-Dice mi mamá que vos sos un caballero y que te vas a quedar acá para cumplir, ¿qué tenés que cumplir? –e insistió aún-, ¿qué dice mi mamá que tenés que cumplir?
Yo, entonces, no había comprendido el alcance de su pregunta, de haberlo sabido hubiera atravesado la puerta del jardín, que en aquel momento aún estaba abierta.
-¿Sabés que mi hermana ha viajado a Buenos Aires? Fue para resolver su problema, pero no ha podido deshacerse de él. Viste, son cosas que he oído a mi mamá.
Yo continué observando el jardín y casi no me percaté del manotazo que la hermana mayor propinaba a la pequeña.
-Andá a jugar y dejá de decir boludeces.
Y, dirigiéndose a mí, añadió:
-No hagás caso, ya sabés cómo son las niñas. Oyen cosas de mayores y no saben lo que dicen.
Había interpretado demasiado tarde estas palabras, doctor, como siempre me pasa. Olvido las palabras y las frases por un tiempo y acuden a mi mente de nuevo cuando ya no las necesito.
El hermano era un hombre corpulento. Casi no tuve tiempo de verle la cara. En ese instante fue cuando sentí el contacto del frío metal apuntándome en la nuca.
Sólo después de pasado un tiempo, he sido capaz de escribir este relato.
Aún recuerdo la palabra, doctor. Sí, fue la palabra feto, que pronuncié cuando jugábamos al juego de las palabras, la que hizo cambiar la expresión de Claudia.
El resto ya lo sabe, el feto se convirtió con el tiempo, mirá vos –ahora sí me sale el vos de forma natural-, en un muchachito de ojos oscuros que tiene casi cuatro años, se llama Rolando, nació en la región del Chaco salteño, al norte de la provincia de Salta, y está acá conmigo llamándome papá.
Nos encontramos en medio de un jardín frondoso en el que ya no sueño ni pienso, Simplemente, sobrevivo. Al fondo, una luz anaranjada ilumina levemente los alrededores de la casa.
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