lunes, 19 de mayo de 2008

EL CORAZÓN SÓLO ES UN MÚSCULO, de Pilar Bacas

Nuestra segunda donación patrimonial, es este relato, que quedó finalista en relatos para adultos del I Certamen de Cuentacuentos de Extremadura "Más cuento que Calleja"

No recuerdo la fecha en que nos hicimos aquella foto familiar. Hace ya demasiado tiempo. Aún así, a pesar de los años que han pasado, nunca podré olvidar la expresión de anhelo del fotógrafo cuando, al salir, me agarró del brazo con disimulo y, casi en un susurro para que mis padres no lo oyeran, me dijo:

—Vuelva otro día, señorita Fuller, me gustaría tanto hacerle un retrato...

Y volví. Esta vez sola. Lo hice porque quería trasladar a la literatura la profundidad en la mirada que adiviné en el fotógrafo la tarde en que nos hizo el retrato de familia. Aquella forma de mirar me pareció digna de ser descrita con detalle, y necesitaba volver para observarla despacio y así poder recrearla en mis cuadernos. Soñaba por aquellos años con llegar a escribir como Mary Ann Evans, con alcanzar la sensibilidad que caracterizan sus relatos. Por ello aprovechaba todas las circunstancias de mi vida para convertirlas en pasajes literarios.

Esa fue la razón por la que acepté la invitación del fotógrafo Penniwit.

Escondió su rostro tras la cámara, después de indicarme cuál era la postura que debía adoptar, y se cubrió la cabeza con el trapo negro que siempre envuelve a los fotógrafos. Se mantuvo un rato así, en silencio, sólo mirándome. Y yo sentí que su mirada me estaba traspasando el alma. Un ahogo creciente me impedía respirar. Traté de concentrarme en lo único que me preocupaba en aquellos días: la literatura. Pero algo extraño me estaba robando el pensamiento.

Mi pecho subía y bajaba en movimientos cada vez más arrebatados. Ya no miraba al punto que el fotógrafo me había señalado. Bajó la cabeza y sentí un escalofrío al saber que él me seguía mirando a través de la lente oculta. Me acaricié el cuello y pensé que era él quien me acariciaba. Dirigí la vista al objetivo de la cámara, deseando que todo terminara. Me sabía deseada y, al mismo tiempo, estaba temerosa de descubrir que acaso ese ojo espía no ocultaba detrás más que la mirada indiferente de un profesional. Pero no, eso no. Yo sabía que eso no era cierto. Estaba segura de que me estaba observando con deseo, deleitándose en ello. Pasaban los minutos y la tensa espera empezaba a transformarse en angustiosa. El fotógrafo levantó suavemente la tela negra que cubría su cabeza, se acercó despacio hacia mí y, tocándome apenas los hombros, me dijo:

—Descanse. Baje un poco los brazos. Así, dejándolos sueltos, abandonados. Siéntase cómoda. Ya verá cómo enseguida terminamos.

—Es el corsé. Bueno, no sé. Está... quizá está demasiado apretado.

—Pase adentro, yo la ayudaré. Comprendo lo que le pasa... No es fácil posar. Así. Margaret. Así. Despacio... Tenemos todo el tiempo...

Me condujo detrás de la cortina para ayudarme a aflojar el corsé. Sus manos dejaron la prenda en el suelo y suavemente comenzaron a modelar mi cuerpo.

—Tienes que abandonarte, Margaret. Si no, no conseguiré hacerte la foto. Tienes que dármelo todo para que yo pueda apresar lo mejor de ti y encerrarlo en tu retrato, ¿comprendes? Hacer arte es ahondar en lo más profundo de las cosas. Entrégate, entrégame tu cuerpo y yo sacaré de ti la esencia de tu alma para hacerte arte.

—Sí. Haré lo que tú quieras —le decía yo—, todo lo que tú quieras. Deseo el mejor retrato, házmelo hermoso, hazme hermosa.

—Lo haré, te haré tan hermosa como toda mujer hubiera deseado serlo —me decía.

—Me tienes toda para ti, toma lo que quieras...

Y él tomó de mí lo que quiso y me arrebató los sentidos para concentrarlos en su obra. Nunca lograría el fotógrafo olvidar la que yo creí, sin duda, su mejor creación.

Me arreglé el moño, recompuse el vestido y me coloqué de nuevo en el asiento.

—Ahora sí, Margaret. Pon tu mano derecha bajo la barbilla. Esto es. Gira la cabeza un poco más. ¿A ver ese escorzo? Está bien, no te muevas. Mira aquí, no a la cámara. Y no dejes de mirarme aunque no me veas.

Y yo no dejé de mirarlo durante los eternos segundos que transcurrieron aún.

El magnesio iluminó el estudio y su fogonazo marcó uno de los instantes más felices de mi vida. No hay más que contemplar la fotografía para comprobarlo. Los ojos oscuros y profundos que quedaron grabados en el papel serán testigos eternos de la magia de aquel momento.

—¿Satisfecha? —me preguntó.

—Sí. Será nuestro secreto. Mañana vendré para que me muestres el resultado y —añadí en un susurro— para verte de nuevo.

Estaba desconcertada y, aunque deseaba permanecer junto a él, un extraño impulso me obligaba a abandonar el estudio.

—Será una hermosa foto, señorita Fuller, pero no se moleste en venir a recogerla, yo se la haré llegar. Y ahora discúlpeme, he de seguir con mi trabajo.

La expresión de su rostro había cambiado en unos instantes. La magia se habla roto de repente y para siempre. Descorrió de nuevo la cortina y se encerró tras ella sin añadir una palabra más.

Yo me dirigí hacia la puerta y permanecí junto al umbral, incapaz de moverme siquiera, impotente ante lo inexplicable. Di unos pasos dubitativos y miré hacia atrás, perpleja, esperando que se abriera la puerta y apareciera el fotógrafo para pedirme disculpas por la broma tan pesada que acababa de gastarme.

El mundo entero daba vueltas a mi alrededor a medida que avanzaba por la orilla del Spoon caminando sin rumbo.
Me senté en un banco. Sentí algo extraño dentro de mí. Siempre he sabido el momento exacto en que he concebido cada uno de los siete hijos que el viejo farmacéutico me ha dado en todos estos años de matrimonio. Aquella tarde tuve la primera certeza. Supe que una semilla había germinado en mi cuerpo. Permanecí un rato sentada en el banco del paseo de la ribera. ¡Cuántas veces he vuelto después a ese banco! Me llama la tristeza y también la felicidad de aquel día. Me gusta recordar que fue en ese lugar donde sentí una nueva vida en mi cuerpo. Por ello me sigue atrayendo el banco del paseo que hay junto al río, para refugiarme y sentirme acompañada en mi tristeza. Es lo único que me queda.

Un cielo de plomo empezó a envolver la tarde. Desde la colina llegaba el sonido de las campanas del camposanto, acompañado de esa lluvia fina, tan constante en este pueblo y que siempre hace percibir los sonidos con una intensidad especial. Empezaba a anochecer. La cortina de lluvia me acariciaba. Quién sabe el tiempo que permanecí allí, sentada en aquel banco junto a la orilla del río. La barcaza llegó con la última remesa de troncos, y los obreros se afanaron en la descarga. Un hombre pasó después encendiendo los faroles. Nadie percibió siquiera mi presencia oscura y solitaria.

El viento de la colina siempre es presagio de lluvia y anuncio de tristeza. Viene de allá arriba cuando mi corazón está más triste, lo sé desde entonces. El dolor me recibió aquella tarde junto con el viento que venía azotando cada vez más, y que arrastraba consigo los gemidos del camposanto.

La tarde siguiente a aquella en que el fotógrafo Penniwit me hizo el retrato miré el reloj demasiadas veces como para que mi madre no percibiera que algo extraño me ocurría.

—Tengo que salir a hacer unas compras —le dije.

Y me apresuré a salir antes de que me sometiera a sus habituales preguntas.

Recorrí de un extremo a otro la calle en la que se encuentra el estudio de Penniwit, dudando. Varias veces salí corriendo, asustada, temiendo ser descubierta por él. Una fuerza extraña, sin embargo, me obligaba a permanecer cerca de la puerta. Otra vez en el umbral, decidida ya a introducirme en el estudio. Y así varias veces. Él al fin, salió y pasó junto a mí. Volvió la cabeza hacia otro lado, intencionadamente, y su figura desapareció de mi vida, una vez más para siempre.

Aún así, regresé cada tarde. Espié sus movimientos. Lo seguí más de una vez a la salida. Un día me decidí a entrar. La cortina del estudio se movía, casi imperceptiblemente.

Desde detrás de ella se percibían suspiros y una voz susurrante. Su voz. Tan soñada. Tan deseada por mí.

—Tranquila, descansa, verás cómo todo va a salir bien. Abandónate.

A partir de ese día me encerré en casa, sintiendo cómo en mis entrañas iba creciendo el desasosiego. Mi madre empezó a sospecharlo. Una tarde acariciaba mi vientre y ese gesto terminó por delatarme. Sin mirarme, de esa forma en que hablaba cuando quería dar solemnidad a un momento, me dijo.

—Esto tenemos que arreglarlo. Vas a hacer lo que yo te diga. Tengo la solución.

—¿Quién? —respondí a sabiendas de lo que estaba tratando de decir mi madre, tras esa apariencia de dureza que siempre supo dar a la frustración.

‑El farmacéutico. Esa es tu salvación. Tu única salida. Me has dicho que te corteja, y que en una ocasión, incluso, llegó a proponerte matrimonio, ¿no es así? Pues esta misma tarde vas y le dices que sí, que aceptas su proposición.

‑Madre... Es muy mayor para mí. Y es muy posible que aquel día sólo estuviera bromeando conmigo. Además, ¿cómo voy a presentarme así, de improviso, para anunciarle que acepto una propuesta que quizá ya haya olvidado?

‑La vergüenza con los hombres hay que guardarla para otros momentos. ¡Haz lo que te digo!

Yo amaba la literatura por encima de todo. La amaba y la amaré hasta mi muerte, porque ella me ha dado la vida cuando el aliento me ha faltado. Caminaba por la orilla del río, todavía adolescente, sintiéndome la protagonista de tantas historias como concebía en mi imaginación. Y luego corría a casa a esconderme para escribirlas. Ese ha sido mi sueño desde que tengo uso de razón, convertirme en una escritora como ellas. Como Mary Ann Evans o como Emily Brontë.

A mi madre no le gustaba que saliera a pasear sola por las calles.

‑Necesito hacerlo ‑le decía‑. Tengo que encontrar personajes para mis novelas.

‑¡Ay, hija mía! ¿Quién te habrá metido esas ideas en la cabeza? ¡Bien te podías dedicar a pensar en casarte, que ya tienes edad para ello!

Pero yo me escapaba, huía del tedio de las tardes de bordados. Aquí y allí veía escenas que me proporcionaban material para inventar. El niño pobre danzando sobre una olla de barro, la dama que ha perdido el sombrero porque el viento se lo ha arrebatado y lo recoge con repugnancia de las manos de un pordiosero a cambio de una limosna. Tantas y tantas historias encerradas en un simple gesto...

En aquellos días, en que vivía enfrascada en la escritura, fue cuando ocurrieron los dos acontecimientos que marcaron mi vida: la proposición de matrimonio del viejo farmacéutico John Slack y la deshonra de Penniwi.

En una ocasión, poco tiempo antes de que el fotógrafo me hiciera el retrato, entré en la farmacia para solicitar información acerca de cómo una heroína de novela puede conseguir morir por desamor. El farmacéutico me escuchó con curiosidad y me indicó toda clase de venenos y artimañas que una joven podría utilizar para dejarse morir.

‑La mejor forma de todas, y la más sencilla ‑me dijo‑ es el tétanos. El tétanos mata sin que los demás lo perciban. Empieza con una rigidez progresiva de los músculos de la mandíbula y el cuello, que van bloqueándose hasta llegar el espasmo –los ojos se le empezaron a salir de las órbitas al explicarme el fenómeno‑. Esta rigidez se extiende por las extremidades, pero a veces no llega a tiempo. La muerte se apodera del enfermo antes de que eso suceda.

‑Pero la muerte, en realidad, ¿por qué se produce?

‑Porque todavía no se ha encontrado remedio para el tétanos. Por esa sencilla razón. Fíjese, ya nadie muere de rabia y pocos mueren de viruela, pero de tétanos es bien seguro que quien lo padece se tiene que morir. No hay remedio posible.

‑No era eso lo que preguntaba. Lo que quiero saber es en qué momento muere el enfermo. ¿Qué es lo que pasa en su organismo para que muera, aparte de la contracción muscular?

‑Es fácil de entender, mujer. El enfermo muere porque se le para el corazón. Si todos los músculos se contraen, también se contraerá el corazón. ¿Comprendes? Porque el corazón no es más que eso, un músculo.

‑Comprendo, comprendo –respondí atajando su explicación. Era eso precisamente lo que buscaba. A mi heroína se le paraba el corazón. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

‑Como no puede amar ‑añadí en voz alta sin apenas ser consciente de ello‑, el corazón se agota y muere.

Él se echó a reír con una risa sarcástica que me hirió profundamente pero que al parecer olvidé el día en que acepté su proposición de matrimonio.

Es la misma risa que hoy ha usado para hablar del fotógrafo Penniwit con su amigo Morgan. Si llego a ser consciente de esa risa aquel día, no me hubiera casado con él.

No sé cómo me había atrevido a dar aquel paso, entrar en la farmacia y pedir un remedio para acabar con la vida. Debía de estar muy aburrido aquella tarde el farmacéutico. Si no ¿Por qué me había prestado tanta atención?

‑Vuelva cuando quiera.

Yo le respondí que tenía poco tiempo. Todo mi tiempo lo quería para escribir.

‑Cásese conmigo ‑me dijo de repente‑. Yo estoy siempre muy ocupado con el trabajo, y usted podrá escribir todo el tiempo que quiera.

Y, ante mi falta de respuesta, continuó hablando.

‑Verá, me gustan las historias y comprendo su afición por la escritura. Piense en la oferta que le hago. Como ve, soy un hombre práctico. Deseo una mujer independiente, como yo lo he sido siempre. Quiero a mi lado una mujer que sepa valerse por sí misma ¿Comprende?

‑Sí, sí, claro. Entiendo

‑Mi oferta es firme. No estoy bromeando ‑añadió después de tomar aire‑, cásese conmigo y tendrá todo el tiempo que desee para seguir novelando historias.

‑¡Qué cosas dice usted, por Dios!

‑Tengo una buena posición, le voy a ser franco y, aunque peque de inmodestia, le diré que no quisiera que mis sobrinos heredaran el fruto de tantos años de trabajo Piénselo... ¡No! No hace falta que me responda ahora.

Salí apesadumbrada, había sentido pena. Un hombre tan mayor suplicando a una mujer que, por la edad, podría ser su hija. Regresé a casa deprisa, se me había hecho demasiado tarde. A medida que avanzaba iba tomando fuerza una incipiente decisión que más tarde desecharía. ¿Por qué no? ¿Por qué no casarme con un hombre que me permitiría hacer lo que deseaba? Tener tiempo para escribir era mi única obsesión. Siempre imaginé que el matrimonio sería un obstáculo para mi vida de escritora. Ya lo habían intentado otros y siempre reían ante mis insinuaciones de convertirme en novelista. Pero él no, el farmacéutico era distinto, había creído en mí. Por otra parte, para qué engañarme, era mayor, sí, pero se veía que era un hombre capaz aún de satisfacer a una mujer como yo, que por nada del mundo, ni siquiera por la literatura, hubiera renunciado al sexo. Ese placer que, por pudor, no me atrevía a describir en mis narraciones.

Después había desechado la idea, enfrascada como siempre en mi escritura, hasta que ocurrió mi desgraciado encuentro con el fotógrafo. Mi madre, con su sentido realista de la vida, había encontrado la solución.

Cuando, poco después de casarnos, el venerable, el siempre comprensivo y amable farmacéutico John Slack descubrió que yo estaba encinta, decidió cobrarme el precio más alto que pude imaginar: perdió su respeto por mi escritura.

Y me dijo, para que no cupiera en mí la menor duda:

‑La literatura es oficio de hombres sin oficio para distraer a mujeres distraídas. A partir de ahora, en esta casa, las distracciones las pondré yo.

Por aquellas fechas ya había descubierto que la verdadera razón por la que el viejo farmacéutico había elegido para casarse a una mujer independiente como yo, era que necesitaba tiempo para dedicarse a su verdadera pasión: pasar las horas en compañía de sus amigos con el único objetivo de beber sin medida.

Desde entonces, cada noche he sufrido el desgarro de mi cuerpo. Durante tantos años que ya no tengo fuerzas para contarlos. Uno, dos, tres y hasta siete hijos me ha dado el viejo farmacéutico, en noches inundadas del halo pestilente del alcohol, ahogando mi cuerpo con el ansia de una eyaculación que cada vez le resulta más dificultosa.

Durante todos estos años sólo he podido escribir estas líneas que termino ahora. Me abruma pensar que quizá haya otras mujeres que, como yo, emprendan el camino de la escritura y no quieran renunciar al sexo. Deseo que quede constancia escrita de mi sufrimiento para que no sirva mi vida como modelo, maldita por culpa del sexo.

¿Qué habría sido de mí si el farmacéutico no me hubiera pedido que me casara con él? Sólo me prometió una cosa: que me dejaría tiempo para seguir disfrutando siempre del gozo de escribir. ¿Ingenua? Ya me lo dijo mi amiga Rosie, no te cases con él, ¿no ves que no te quiere?

No me importaba que no me quisiera. Yo no quería sentirme querida, sino deseada, aunque sabía que nadie podría desearme como me deseó el fotógrafo aquella tarde en que me hizo el retrato. Yo me sujeté con firmeza la barbilla y concentré la mirada de esos ojos profundos y al mismo tiempo penetrantes que poseía aún aquellos años, para inmortalizar el instante más feliz que había vivido.

‑Mira dentro de ti misma, no hacia fuera ‑me decía él.

Lo decían todo mis ojos aquella tarde. Ahora no es esa la mirada que conservo. Sólo me queda la profundidad de quien se sumerge en si misma para encontrar lo que el mundo ya no le ofrece.

El viejo farmacéutico llegó anoche borracho, como siempre. Venía con su inseparable amigo Morgan, un hombre que parece que no tiene familia porque nunca muestra intención de regresar a su casa.

‑Ven, no te vayas ‑me dijo mi esposo agarrándome con violencia y sentándome en sus rodillas‑, escucha esto que voy a contar. Es chistoso. Hemos tomado un vaso de vino con el fotógrafo Penniwit y nos ha contado que la mejor foto que ha hecho en su vida ha sido la del juez Somers. Ha explicado cuánto tuvo que esperar para que su ojo torcido lograra mirar recto.

‑Pobre hombre, él dice que perdió sus clientes porque intentaba poner su pensamiento en la cámara para captar el alma de las personas ‑añadió su amigo con sorna.

‑Sí, figúrate, y lo que ponía era las manos en las mujeres que se atrevían a posar para él.

Me vinieron a la cabeza las palabras que me dijo aquella tarde en que me hizo un retrato que yo creí que era el mejor de cuantos había hecho.

Reviví una vez más los instantes en que el fotógrafo intentaba poner su pensamiento en la cámara para captar mi alma. Anoche fui consciente de que, aquella tarde, el fotógrafo me había arrebatado el alma de verdad.

Lo único que me ha mantenido viva en estos años ha sido la ilusión del recuerdo y la esperanza de que algún día el fotógrafo reconociera la pasión que puso en aquel retrato. Esa ilusión hoy se ha desvanecido para siempre.

Sólo encontrarán unas hojas ilegibles. Escribo demasiado deprisa. Nunca supe si para que nadie pueda descifrarlo o por la premura con que he tenido que hacer todo en mi vida desde que me dejé conquistar por el farmacéutico.

Cuando me casé con él me prometió que tendría tiempo. Al principio, yo le hablaba de mi novela, aunque él nunca me prestara atención, pero lo que nunca supo, ni sabrá, es que lo que realmente estaba escribiendo era la historia de mi propia vida. Tampoco sabrá que no he dejado de escribir ni un solo día, aunque en ocasiones sólo lo haya hecho en mi mente.

Hace años descubrí una punta herrumbrosa junto a la cabecera de la cama. Cuántas noches de desamor he deseado que se clavara en mi cuerpo. La punta empezó a obsesionarme, como si la tuviera incrustada en el pensamiento y no tuviera otra opción que clavarla en mi cuerpo para librarme de ella y liberarme para siempre de esta vida.

Hoy, al fin, he claudicado. Dentro de unos momentos empezarán a aparecer los primeros síntomas. Y nadie encontrará la punta herrumbrosa que he enterrado esta tarde como homenaje precoz a mi propia tumba. Descansarán mis cenizas en otro sitio, pero toda mi pasión robada quedará encerrada para siempre, con esa punta herrumbrosa, en la pequeña fosa que yo misma he excavado a la orilla del Spoon, junto al banco en que tantas tardes de mi vida he soñado y he concebido en mi mente historias tan apasionadas que las protagonistas no podían sino sucumbir con la muerte al delirio de un amor imposible.

Sé que el viejo farmacéutico pondrá los medios para curarme cuando me encuentre. Un triste accidente habrá sido la causa de mi muerte, dirá, y otra mujer lavará desde ahora los pañales, como yo lo he hecho cada mañana, cada tarde y cada noche de estos últimos once años. Y ojalá esa mujer no necesite que en la pared haya un clavo herrumbroso, como el que ha presidido mi vida durante todos estos años, que la libere, al fin, de seguir viviendo.

He resumido en pocas palabras los últimos años de mi vida porque poco más ha sucedido que merezca ser rememorado. Pido perdón a mis hijos, que no han conseguido devolverme la pasión por vivir.

Dentro de unos minutos, mi corazón se parará, y no lo habrá detenido el dolor, sino el tétanos.

Esta vez la heroína no va a morir de amor. Simplemente, su corazón dejará de latir. Al fin y al cabo no es más que un músculo.

(Nota de la autora: los personajes de este relato están sacados de la antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters)

3 comentarios:

rocio dijo...

Magnífico relato Pilar, me ha encantado y absorbido desde el principio. Siempre me ha parecido más dificil escribir relato corto que novela pues se cierra todo en poco trayecto. Mañana me leeré el otro.
Gracias.

Anónimo dijo...

qué envidia poder convertir en historias un simple gesto, como anhela tu Srta.Fuller y que tú consigues, haciendo que a partir de la expresión de anhelo de quien hizo aquélla foto familiar se me “paralice” el corazón, a mí que estoy bien vacunada contra el tetános y no llevo corsés que liberar ….¿será que el corazón no es sólo un músculo?
Gracias por tan bonito regalo.

Cristina dijo...

Creo que el corazón no sólo es un músculo, si así fuera, no nos latiría más fuerte cuando vemos nuestras cajitas escondidas en el fondo del armario, tesoros del pasado, ni cuando oímos un nombre que quisimos olvidar, ni siquiera cuando al leer un relato como el de Pilar aumenta o disminuye su ritmo al compás de los párrafos. ¡Bendito músculo, que nos hace sentir el ritmo de la vida en nuestro propio cuerpo!