lunes, 19 de mayo de 2008

PONCHO, de PILAR BACAS

Pilar Bacas nos regaló dos relatos suyos cuando fuimos a Cáceres, encuadernados con esmero, unas joyitas que han inaugurado el patrimonio de Hoy libro y que celosamente guardaremos en nuestra futura caja fuerte.

Pero para que todas podamos disfrutar de su contenido sin que queden manoseadas las joyitas, vuelco aquí el primero de ellos: "Poncho".

Eran las ocho de la tarde de un diciembre asfixiante cuando llegué al Aeroparque de Buenos Aires. Unas semanas atrás había cruzado el Atlántico por encargo de la empresa y ya sólo me quedaba una última visita que hacer antes de mi regreso a España.

La fila para facturar el equipaje era inmensa y me entretuve tratando de imaginar la vida de cada viajero, de dónde vendría, quién lo esperaría a su llegada, cuál sería su idioma. Es un juego con el que siempre me ha gustado distraerme cuando viajo solo, para sobrellevar las largas esperas en aeropuertos y estaciones.

Estaba sentado sobre mi pequeña maleta, aguardando que llegara mi turno, cuando la vi por primera vez allá delante, cerca del mostrador de facturación de equipajes.

El cansancio arrastrado durante los días que llevaba de viaje y el desprecio al sexo femenino que mi convivencia con una mujer como Marta me había provocado en los últimos meses, impidieron que me recreara en su contemplación. Había decidido cambiar en mi relación con las mujeres, que sólo me habían causado sufrimiento y problemas, especialmente Marta.

Nunca más permitiría que robaran mi estabilidad y mi conformismo con el mundo. Ese era mi deseo y pensaba obrar en consecuencia. A partir de entonces pagaría a todas las mujeres que conociera con la misma moneda con la que ellas me habían pagado a mí.

Ella seguí ahí, en espera de que una familia numerosa entregara su voluminoso equipaje.

Pensé que solo me había llamado la atención su poncho, de colores vivos, pero, desde el momento en que su mirada se cruzó con la mía, supe que lo que más deseaba era que ella fuera mi compañera de asiento.

El poncho camuflaba sus formas. No me hizo falta mucha imaginación para descifrarlas. Su mirada oscura, su estilo despreocupado y, sobre todo, su juventud me hicieron desear acercarme a esa mujer, para descubrirla y luego abandonarla por una aventura mejor.

Mi decepción con el sexo femenino se había disipado en un instante. Era bonaerense, no me cabía duda, por esa forma decidida de mover la cabeza y lanzar la melena al viento que caracteriza a las mujeres de Buenos Aires, como haciendo constar de forma contundente su presencia allá donde estén.

Una vez que hubo cumplido el trámite, ella recogió su tarjeta de embarque y la perdí de vista.

Aunque llevaba un tiempo más largo de lo habitual lejos de casa, por primera vez en mi vida no deseaba volver a ella. Sé que una casa vacía es más confortable que una casa llena de reproches, ahora lo sé con certeza, pero, por entonces, estaba tan acostumbrado a la compañía de Marta que me daba miedo enfrentarme yo sólo a la vida, que era en definitiva lo que iba a suponerme dejar de compartirla con ella. Siempre han bromeado mis amigos con esa falta de dominio que mantengo en mi trato con las mujeres y pasé el tiempo imaginando una aventura con la chica del poncho para animar mi reencuentro con ellos y eludir la verdad de estos monótonos viajes de trabajo tratando de vender el nuevo sistema de tierra cementada para los puentes de las vías interurbanas a incautos comparadores.

Y, así, inmerso en mi ensoñación, apenas fui consciente de que la megafonía anunciaba la salida de mi vuelo.

No podía imaginar entonces que estaba a punto de comenzar un episodio que nunca hubiera podido imaginar y que iba a cambiar el rumbo de mi vida para siempre.

La aeromoza me condujo a mi asiento, y allí, junto al mío, pegada a la ventanilla, estaba ella con su poncho. No me atrevía mirarla, avergonzado de mis recientes pensamientos.

"En nombre de Aerolíneas Argentinas, el capitán y su tripulación les damos la más cordial bienvenida al boing número 064 en su vuelo número 147 con destino a Salta. Nuestro tiempo estimado de vuelo será aproximadamente de dos horas y media. En preparación al despegue, favor de abrocharse el cinturón, mantener el respaldar de su asiento en posición vertical, la mesita plegada y no fumar durante el despegue. El capitán y su tripulación les deseamos un viaje placentero".

Me sé ya de memoria las retahílas que se oyen a través de la megafonía.

Al despegar el avión, inconscientemente me agarré con fuerza a los brazos de la butaca.

-¡No se amarre tanto! ¿tenés miedo?

Esa fue la segunda vez que me miró. La vi arrogante, irónica y segura de sí misma.

-No, no, al contrario, me encanta esta sensación. Es lo que más disfruto de los vuelos —respondí para disimular que, por muchas vidas que tuviera, nunca me acostumbrare a permanecer suspendido del aire a más de diez kilómetros de altura.

-¡Sos español! ¡Mira vos! ¿Y qué hacés acá?

-Vengo en viaje de negocios recorriendo algunos países del Cono Sur. Esta es ya mi última etapa. Estoy deseando regresar a casa -mentí.

Lo dije sin mucha convicción. Hubiera querido permanecer el mayor tiempo posible alejado de Madrid porque había decidido reflexionar durante mi viaje. En Madrid no tenía tiempo de hacerlo. Además, siempre necesito distanciarme de mi vida para poder pensar ella. Lástima que mi misión en Argentina no pudiera alargarse. En aquellos días me daba miedo hasta pensar. Sí, miedo a pensar, a pensar en cualquier cosa que tuviera que ver con mi realidad. Por eso había imaginado una aventura con ella, para no enfrentarme con la verdad de mi vida. Vivíamos en una casa de luces anaranjadas, rodeada de un jardín frondoso. Ella y yo solos. Ella me buscaba entre los matorrales, ansiosa, y yo buceaba en su cuerpo hasta dejarla exhausta, después de hacerme desear. Ella me reclamaba más y más veces, y yo la despreciaba, la poseía, la abandonaba, la...

-Sos casado?

-Sí... digo... no. Perdón, es que acabo de divorciarme y aún no me he acostumbrado a mi nuevo estado.

Había respondido sin darme cuenta y me sentí molesto conmigo mismo por mi excesiva familiaridad en el trato con una desconocida.

-¡Qué lindo!

-¿Cómo? ¿Le parece lindo estar divorciado?

-No, no es eso. ¡Qué lindo país España!

-Y tú de dónde vienes?

Pero no, no lo dije así. Yo le hablé de usted, porque sé que, en Argentina, hablar de tú suena pretencioso, cursi y anticuado. Y el vos no me salía natural.

-De visitar a la familia en Buenos Aires. Me regreso ya para mi casa.

Le había cambiado la expresión y el tono de voz. Se mantuvo unos instantes en silencio y luego continuó.

-He pasado unos días por acá, por Buenos Aires, y ya me regreso no más. Está todo bien, por supuesto que sí. Este..., ya sabe..., cosas de..., de la familia... De acá para allá Bueno...

Tuve la sensación de que no quería seguir hablando de ella porque enseguida me atajó con otra pregunta.

-Y, decime, ¿tenés hijos?

-No. No me espera nadie -y nada más pronunciar esas palabras me avergoncé de nuevo por desvelar datos de mi vida ante alguien de quien lo desconocía todo, incluso el nombre, que no descubrí hasta que me entregó la nota.

Pero vayamos por partes. Estoy tratando de recordar lo que ocurrió en aquellos primeros minutos para descifrar cuándo fue el momento en que dejé de llevar las riendas de un suceso que acaeció hace ya más de cuatro años.

No puedo concentrarme en la tarea porque mi hijo me interrumpe continuamente con sus preguntas infantiles. He sido padre demasiado mayor como para acostumbrarme a que un nuevo ser dependa de mí y robe mi tiempo.

Me siento extraño escribiendo este memorando de lo que pasó entonces. Siempre he considerado inútil, infantil y femenino escribir los propios pensamientos. Siento vergüenza de desnudarme así, aunque sea en un papel que sólo va a leer mi psiquiatra. Porque esa es otra cuestión. En la vida hubiera pensado que iba a necesitar tratamiento.

Recuerdo mis primeros años con Marta. Ella afirmaba que se sentía segura a mi lado, porque era un hombre con las ideas claras, sin cambios de humor, equilibrado psicológicamente. ¡Ja! Así me veía ella al principio. No tardó en recomendarme, desde la leve insinuación al principio hasta la insistencia en los últimos meses, que visitara a un psicólogo o, mejor aún, a un psiquiatra. Nunca le hice caso, desde luego. No iba a perder el tiempo y el dinero en semejante entretenimiento absurdo.

Yo nunca me he sentido seguro en mi relación con las mujeres, sobre todo en los inicios. Eso fue lo que me pasó con Claudia en aquel vuelo de Aerolíneas Argentinas. Pero no, he dicho que voy a ir en orden y en aquel momento aún no sabía que se llamaba Claudia.

-¡Qué lindo hablás! -dijo para romper el silencio. Me miraba con descaro, o eso percibí yo. Entonces aún no me había dado cuenta de lo jovencísima que era ella.

-Ya ves. Vivimos tan lejos y, sin embargo, tenemos el mismo idioma.

-Pero ustedes allá en España hablan medio raro. Dicen, por ejemplo, calendario en lugar de almanaque. ¿Por qué no hacemos un Juego? Vos decís una palabra y yo la acierto, y luego al contrario.

Cuando dije aquel1a palabra, ella no respondió, se quedó en silencio, con la mirada ausente. Y yo entonces no entendí por qué. Tampoco recuerdo qué palabra fue, pero sé que su semblante cambió de pronto. Se quedó seria, indefensa.

¿Qué palabra le diría yo para que de pronto le mudara la expresión alegre que había mantenido el resto del viaje?

Ella apoyó la cabeza sobre mi hombro, fingiendo estar dormida. Tengo ya demasiados años como para saber perfectamente cuándo finge una mujer, es de las pocas cosas de las que estoy seguro. Y me puse a acariciar su poncho, primero distraídamente y luego soñando que era a ella a quien acariciaba. De nuevo imaginé ese lugar en que sólo estábamos los dos, el jardín con la casa al fondo, con luces anaranjadas que se encendían cada atardecer. Noté que ella sabía que yo estaba acariciando su poncho.

Y así, sintiendo entre mis dedos la suavidad de la seda, me quedé dormido.

Me extrañó que no se quitara el poncho durante todo el viaje.

Ingenio. Eso es, ingenio. Entonces fue, y no antes, cuando empezamos a jugar al juego de las palabras.

-Tenés que venir a mi casa, quiero mostraros mi ingenio.

-Conocer su ingenio? –respondí estupefacto.

Ella se rió

-Sí, mi ingenio, mi ingenio de café. ¿Por qué has puesto esa cara? ¿o no sabés qué es un ingenio?

Hasta el final mantuvo la serenidad. Sólo en el momento del aterrizaje vi cómo sufría una transformación. Buscaba algo en su bolso con urgencia.

"Señoras y señores, estamos comenzando el descenso sobre el aeropuerto Martín Miguel de Güemes. Favor de permanecer sentados y con los cinturones debidamente asegurados. El capitán y su tripulación les dan las gracias por volar con Aerolíneas Argentinas y les desean una feliz estadía en Salta".

Me asomé a la puerta de salida del avión y recibí una bocanada de aire caliente que me pareció casi irrespirable. Me gusta bajar del avión por la escalerilla en lugar de recorrer pasillos asépticos por el interior de las orugas, como túneles del tiempo. Me dan ganas de besar el suelo como si fuera el Papa.

Me pidió que fuera a su casa y me hizo prometer que lo haría, esta vez con deseo manifiesto.

Apresuradamente anotó en un papel su nombre y su dirección con un bolígrafo que, al fin, encontró en su bolso, y, sin más, salió corriendo y desapareció entre la muchedumbre que llenaba la sala de arribos del aeropuerto. Por el aspecto que tenía muchos de los que abarrotaban la salida imaginé que no esperaban a nadie, estaban allí como asistentes a un espectáculo gratuito. Antes me gustaba aterrizar de noche en un lugar desconocido, respirar el aire que siempre me resulta diferente, mirar a la gente para descubrir en sus caras alguna seña de identidad y, sobre todo, dormirme con la emoción de qué me encontraría al día siguiente. Aquella vez, sin embargo, sólo me obsesionaba encontrar a Claudia. ¡Qué extraño! No podía entender su conducta. Tanto interés en conocerme y desaparecer así, sin despedirse, no dejaba de ser algo incomprensible.

En menos tiempo de lo previsto resolví los asuntos que me llevaban a Salta y hasta dos días antes de mi partida no me decidí a visitarla. En el fondo me daba miedo reencontrarme con ella.

Nunca olvidaré la atmósfera espesa de aquella tarde, que impedía que el aire ventilara mis pulmones.

Había un trasiego continuo de vehículos y gente en la terminal de autobuses y me resultó difícil encontrar el que me llevaría a Cerrillos. La tarde empezaba a nublarse.

En el momento en que llegué al pueblo se levantó repentinamente un viento devastador y tuve que refugiarme a toda prisa en un colmado. Desde allí telefoneé a Claudia para comunicarle que había llegado a Cerrillos. Pocos minutos después la vi llegar en un auto con su hermana mayor.

En la puerta del jardín de su casa, situada al otro extremo del pueblo, se encontraba otra hermana, más pequeña, gritando porque acababa de caerse la rama de un árbol gigantesco y había roto el cable del teléfono.

Aunque era temprano, la oscuridad repentina y el viento daban a la casa y al jardín un aspecto fantasmagórico.

Para aprovechar la luz diurna que quedaba, me enseñaron el jardín. Paseamos entre la multitud de tipos de flores de las plantas epifitas que surgían de los troncos de los árboles. Era todo frondoso, húmedo, sensual. Me sentía contento. Las hermanas me mostraban cada una de las plantas y árboles.

Era tan grande el jardín que no tuvimos tiempo de recorrerlo, el viento retomaba su furia. Desde todos los ángulos se veía la casa, por cuyas ventanas se filtraba una luz anaranjada y misteriosa que iluminaba levemente el jardín, oculto bajo el cielo oscurecido por nubes de tormenta.

Claudia estaba nerviosa. Se limpiaba el sudor continuamente y casi no hablaba. No me parecía la misma mujer que conocí en el avión. La encontré indefensa, aturdida, y me pareció mucho más joven.

Las hermanas hablaban sin parar y ella se mantenía siempre cerca de mí, callada, arropada con su poncho de colores. Era difícil reconocer en ella a la misma persona que viajó conmigo días atrás.

La tormenta estalló bruscamente, sin avisar, como hacen siempre las tormentas en esas latitudes, y un copioso aguacero nos obligó a refugiarnos en la casa.

La puerta de la entrada daba paso a un salón con dos alturas, al que se accedía por un porche con columnas anchas y más gruesas en el centro que en los extremos. El salón estaba iluminado con luces anaranjadas, mortecinas, y lleno de adornos dorados de mal gusto.

En un rincón, balanceándose en una mecedora, se encontraba la madre. Por todo saludo me hizo un gesto con el brazo y miró para otro lado.

Estaba ya todo dispuesto en la mesa cuando entramos.

Las hermanas seguían hablando y me bombardeaban a preguntas. La mamá se mantenía silenciosa, sentada en la mecedora.

Durante mi estancia en la casa me parecía estar soñando, trasladado a otro mundo, a otra época. Me sentía como si estuviera viendo una película en tres dimensiones. Yo, espectador ajeno de una imagen novecentista.

La madre habló por primera vez.

-¿Cuáles son sus intenciones?

-Pienso regresar a mi país en poco tiempo. En cuanto resuelva los asuntos que me traen por aquí. Cuestión de días.

-Caballero. No puede irse –añadió levantándose de su asiento-. Tengo un gran placer en que conozca a mi hijo mayor. Vive acá mismo. Andá, Malena, andá a buscarlo, que el teléfono no funciona con el temporal –dijo, dirigiéndose a su hija menor.

-No puedo esperar –alegué, haciendo amago de levantarme-. El último autobús sale dentro de veinte minutos.

-No se apure. Acá la prisa no existe. No estamos en Europa. Tómese el tiempo que necesite. Tome asiento y sírvase otro trago.

Y volvió a sentarse en su mecedora. Permaneció así inmóvil, balanceándose, como cuando hice la entrada por primera vez en la casa, mientras su hija pequeña buscaba al hermano mayor.

Fue al quitarse el poncho cuando se lo noté. En ese momento me percaté de que ella lucía un embarazo bastante avanzado. Se cruzaron de nuevo nuestras miradas y reconocí en la de ella la arrogancia y desprecio que atisbé en el momento del despegue cuando yo me agarraba a los brazos de la butaca tratando de disimular mi miedo a volar. Y entonces, sólo entonces, fue cuando supe qué era lo que estaba pasando.

-Ya verá qué bien se va a sentir aquí –me decía la hermana mayor.

Y entonces recordé las palabras de la pequeña mientras paseábamos por el jardín.

-Dice mi mamá que vos sos un caballero y que te vas a quedar acá para cumplir, ¿qué tenés que cumplir? –e insistió aún-, ¿qué dice mi mamá que tenés que cumplir?

Yo, entonces, no había comprendido el alcance de su pregunta, de haberlo sabido hubiera atravesado la puerta del jardín, que en aquel momento aún estaba abierta.

-¿Sabés que mi hermana ha viajado a Buenos Aires? Fue para resolver su problema, pero no ha podido deshacerse de él. Viste, son cosas que he oído a mi mamá.

Yo continué observando el jardín y casi no me percaté del manotazo que la hermana mayor propinaba a la pequeña.

-Andá a jugar y dejá de decir boludeces.

Y, dirigiéndose a mí, añadió:

-No hagás caso, ya sabés cómo son las niñas. Oyen cosas de mayores y no saben lo que dicen.

Había interpretado demasiado tarde estas palabras, doctor, como siempre me pasa. Olvido las palabras y las frases por un tiempo y acuden a mi mente de nuevo cuando ya no las necesito.

El hermano era un hombre corpulento. Casi no tuve tiempo de verle la cara. En ese instante fue cuando sentí el contacto del frío metal apuntándome en la nuca.

Sólo después de pasado un tiempo, he sido capaz de escribir este relato.

Aún recuerdo la palabra, doctor. Sí, fue la palabra feto, que pronuncié cuando jugábamos al juego de las palabras, la que hizo cambiar la expresión de Claudia.

El resto ya lo sabe, el feto se convirtió con el tiempo, mirá vos –ahora sí me sale el vos de forma natural-, en un muchachito de ojos oscuros que tiene casi cuatro años, se llama Rolando, nació en la región del Chaco salteño, al norte de la provincia de Salta, y está acá conmigo llamándome papá.

Nos encontramos en medio de un jardín frondoso en el que ya no sueño ni pienso, Simplemente, sobrevivo. Al fondo, una luz anaranjada ilumina levemente los alrededores de la casa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y este también me ha gustao, mucho… ( aquí una nueva admiradora)

Y sabor agridulce.
Agri: ¿somos dueños de nosotros mísmos o está ya escrito nuestro destino?.Dulce: me reconozco en el entretenimiento, divertido y creo que universal, en la cola de espera, imaginando las vidas de otros, y en el autobús, y en la playa y cuando recorro despacito con el coche la calle real de mi pueblo…

Y contraste de colores.
El poncho y la luz anaranjada, el negro de aquellos ojos y el gris de su alma, “un jardin frondoso en el que ya ni sueña ni piensa “…

Y una duda.
¡Hay que ver cómo ella desde el principio va buscando lo que busca!, pero ¿por qué lo del “ingenio del café? – hasta donde llego, cafetera, o artilugios para prepararlo,o cafetal - ¿sólo una excusa para invitarlo? , ¿un juego de palabras?, ¿ o tiene un significado que desconozco?

Gracias.

Cristina dijo...

Wikipedia: "Se denomina ingenio azucarero o simplemente ingenio a una antigua hacienda colonial americana (con precedentes en las Islas Canarias) con instalaciones para procesar caña de azúcar con el objeto de obtener azúcar, ron, alcohol y otros productos".
Son haciendas en las que además de plantaciones tienen maquinarias para procesar el producto (creo que de ahí le puede venir el nombre). En Cuba se pueden visitar algunas de caña de azúcar. Nunca había oído que también los hubiera de café pero supongo que será lo mismo.

De todas formas en el relato de Pilar creo que tiene también ese doble sentido: el ingenio de la familia para cazar a este pobre hombre en el ingenio de café, y así tapar la "deshonra" de la niña del poncho. Cazado como se caza a las mariposas, clavado para siempre con alfileritos en el ingenio familiar.